Hace un rato estaba triste, profundamente triste. Más cansado que triste, todo hay que decirlo, pero me ha dado la solución un cava algo turbio, o eso me ha parecido, de Costers del Segre, del que me he bebido media botella, hasta ahora mismo, para acompañar unos guisantes que tenía congelados desde marzo, unos guisantes de mi vecina Antònia, con acento grave y gravedad más que probada, salteados, los guisantes, con su poquito de panceta, refrita en una cebolla previa, pochada con amor, con paciencia y con una cayena entera, arqueológica, que compro en una herboristería de Reus que parece una farmacia.
Como me acuerdo de mis muertos cuando bebo, costumbre malsana de la que no pienso prescindir, mientras cocino, aunque sea poco, escribo de memoria un artículo, como dijo el último duque de Alba, don Jesús Aguirre, que hacía Vázquez Montalbán mientras trajinaba una paella. Y he escrito par coeur una oda a un cordero que me comí el otro día en Salamanca que me ahora me veo incapaz de reproducir. Y otra a una paella en Almaçora, de hace dos domingos, que mereció una sobremesa de cuatro horas a la sombra de un atardecer glorioso y de un licor de avellanas de cuyo nombre no quiero acordarme.
Ahora los artículos se han quedado quietos y como olvidados por culpa de que esto es un blog y a la gente le viene preocupando más las estrellas michelin o cuánta cebolla hay que ponerle al revuelto, o si puerros, o. ¡válgame Dios!, el botillo es el fin del mundo y la escalivada el oremus.
Queridos hermanos, la cocina es lo poco que nos queda. La cocina seria, la privada, la pública, la íntima y hasta la vergonzante. La cocina, que no la gastronomía. Y la letra. La cocina sin letra no es nada. Porque al final, y ya hablaremos de eso otro día, lo que queda es la letra. Desde el Buscón hasta Bocuse. El aroma es un recuerdo. Pero la letra es la memoria, la auténtica memoria. A estas horas, con estos pelos y con el resto de cava y de cayena justito en medio del cerebro. ¡Puta literatura!.