Monday, July 30, 2007

PASTELITOS DE PATATA DE GUILLERMINA CIRER




Guillermina era la hermana de la madrina Julia, nueva pareja de hadas infantiles, gastronómicas y emocionales. Siempre viuda (viuda de guerra o de tisis de postguerra o de cirrosis hepática de hiperguerra, nunca lo supe), lucía en el dedo anular de su mano derecha un hermoso escudo nobiliario tallado en una piedra violeta (pienso muchas veces en ese anillo), había militado en su juventud en Renovación Española (rubia, con los ojos grises, miope) y luego resulta que todos ganaron la guerra, un poco en tropel y otro poco porque sí.

Quiso que yo me llamara, pero no lo consiguió, Guillermo, como ella misma y como el Káiser, o Víctor Manuel, como el rey de Italia, o Alfonso Carlos, como otra mezcla de reyes o, de eso no se daba cuenta, como el rey carlista. Ganó su hermana y me quedé en Manuel Julio y de niño siempre la acompañaba a los turnos de la Adoración Diurna y a los Lunes de San Nicolás y a los ocho años, el día de mi santo, me regaló el Álbum de españoles ilustres de principios del siglo XX que encabezaba Su Majestad el Rey Don Alfonso XIII.

Los jueves por la tarde no había colegio, siempre comía en casa de mis hadas eternas y desde las diez de la mañana Guillermina se iba a encerrar en su cocina, gritando continuamente a las chicas de servicio y manoteando mucho entre las cacerolas. Julia, mi verdadera madrina, más bien no sabía cocinar y andaba como atolondrada por los pasillos de su casa grande y oscura. Enorme y de color entre grana y marron glacé. Daba órdenes absurdas y entornaba los postigos para que no estropearan las tapicerías hasta conseguir una oscuridad casi total, enfrente mismo del Mediterráneo, y entonces encendía, en pleno día, la lamparita de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro ante la que se santiguaba cada vez que pasaba, entre cientos de ires y venires y tropiezos y jaculatorias.

Los primeros jueves de mes, recién comulgada, Guillermina ponía a cocer un buen kilo de patatas rojas (las de los campos de Prades, en Tarragona, eran míticas) para hacer un puré duro, pasándolo por el tamiz una vez cocidas, y luego les añadía una yema de huevo cruda, o dos, dependía del tamaño.

Con la cocina bien ventilada hacía una buena masa a la que le daba un poco más de consistencia con un poquito de harina. Aparte ponía a cocer medio kilo de espinacas frescas, bien lavadas, las escurría, las comprimía muy bien con un tenedor para quitarles del todo el agua y las trinchaba. Luego las rehogaba en un poco de mantequilla y les añadía un frito de cebolla cortada muy fina con unos trocitos de tocino entreverado.

Espolvoreaba el mármol con harina, ponía encima el puré de patata y lo alisaba con el rodillo hasta que quedaba una masa bastante fina, de un centímetro de grosor, más o menos. Formaba unos discos de unos seis a ocho centímetros de diámetro con un cortapastas (o con un vaso) e iba colocando encima de cada uno una capa fina de espinacas y la cubría con otro disco de patata. Los pasaba por harina y huevo batido, con cuidado para que no se quebraran, y luego los freía en aceite muy caliente hasta que se doraban por ambos lados.

Guillermina los adornaba con una tirita de pimiento rojo (unos pimientos que asaba ella misma) y casi siempre los servía junto a unas croquetitas de pollo o de gallina y los acompañaba de una ensalada de lechuga y tomates rojos, como un reluciente primer plato. En el fondo, y no tanto, Guillermina era una sentimental y canturreaba por lo bajo la Marcha Real mientras los pastelitos salían a la mesa y el niño, Manuel Julio, sonreía abiertamente, dando palmaditas por debajo del mantel.


* Esta receta, un poco prolija de más, va dedicada a mi amiga Cristina A., que no me suele leer pero que conoció a Guillermina y puede que reconozca alguno de sus gestos, antiguos y, por lo menos, culinarios.

Wednesday, July 25, 2007

AGUA CLARA



En Barcelona se han quedados cientos de ciudadanos, esos que como nosotros vivimos, extrañamente, en las ciudades, sin luz, sin agua otros tantos y, lo que es peor, sin cubitos de hielo. Podemos leer a la luz de las candelas, y podemos hacer otras cosas en esa penumbra, podemos vivir sin este ordenador, ducharnos con agua fría, cocinar con gas, asarnos sin aire acondicionado o sin ventilador pero no podemos, nos negamos, a tomar el whiskie sin hielo o el gazpacho caliente.

En otras latitudes, nuestro fiel Tomás Fernández Cocinero, tan fiel, nos proporciona una lista estupenda de aguas y cubitos pijos, esos y esas que no le gustan nada a Mar Calpena (es un decir, Mar, un nombrar, vamos) y que pueden encandilar a cualquiera de mis vecinos pijos y resabiados. Hay otros, de todas formas, que todavía beben en botijo. Incluso a media luz. Pocos.

Saturday, July 21, 2007

AGAZPACHADO




Lorenzo, el segundo empezando por la izquierda, el de cara de bueno, seguramente se llamaba así en honor al patrón de los cocineros, San Lorenzo, al que asaron a la parrilla y es el patrón de Huesca. Aunque a lo mejor se llamaba Juan, o Felipe, o Damián, otro mártir, o Francisco, que es un santo tenue y como un poco compungido.

Lorenzo parece que siempre hubiera estado en la retaguardia. Su compañero no, más feroz, o Fulgencio, el primero de la derecha, seguro de sí mismo, posesivo (tiene agarrado su vaso de cerveza), batallador.

El 21 de julio había poca guerra en marcha. Pero ya habían muerto bastantes. Lorenzo, Luís (el más feroz a pesar de su nombre), Ahmed, por poner algo, Rafael, parece que miedoso y Fulgencio, el posesivo, posaban con sus cervezas y poco más. Hacía calor y el frente quedaba lejos, un poco. Pero se echaban para atrás en sus sillones de mimbre como si no pasara nada. Porque a lo mejor no pasaba nada.

El calor, quizás, estaba agazpachado.

Wednesday, July 18, 2007

PERDONA NUESTRAS DEUDAS



Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.


*Fotografía de autor desconocido. Bombardeo final de Madrid, marzo de 1939.

Monday, July 16, 2007

BOURDAIN VS. ADRIÀ



En el mes de febrero de 2001, cuando los libros todavía se pagaban en pesetas (y en francos y en marcos y en liras), nos sorprendió, nos divirtió y le recomendamos a todo el mundo esa sorpresa y esa diversión que nos produjo la edición española de Kitchen Confidential, un libraco testimonial de un chef hasta entonces desconocido en esta orilla del Med(iterráneo), Anthony Bourdain, que Carmen Aguilar y los de RBA tradujeron, supongo que acertadamente, como Confesiones de un chef.

Lorenzo Díaz, que también escribe sobre gastronomía e historia aunque de un modo mucho menos testimonial, lo recibía poco después con un alborozo que ahora nos parece desmesurado (seguro que L.D. se arrepintió enseguida) en el entonces ABC Cultural donde, a la sazón, publicaba de vez en cuando unas reseñas sobre libros de gastronomía. Desmesurado por el continente (el suplemento de ABC) y por lo anecdótico: nosotros ya habíamos comprado el libro traducido porque no nos atrevimos con el original en inglés, ni con el slang ni con el autor. Pero nos gustó la portada.

El crítico señalaba como momentos álgidos del libro la boda que termina con una divertida escena donde un ayudante de cocina sodomiza a la novia en el cuarto frío (o, quizás, en el caliente), levantándole con dificultad la cola del vestido, y el fragmento de una conversación en la que el chef, amigo, del restaurante Veritas de Nueva York, Scott Bryan, le pregunta a Bourdain si conoce “…a ese tarambana malaúva” (malamente traducido) “(que) es un fiasco”, refiriéndose a Ferran Adrià: “Comí allí, tío” (sigue Bryan) “y es un valor si de escandalizar se trata. ¡Comí un sorbete de agua de mar!”.

Han pasado los años, no tantos, y tampoco tan brillantes. Efectivos, sí. E incluso productivos. Y se ha hecho famoso el libro de Bourdain, y el propio chef, y sus otros libros y sus programas de televisión, y la tortilla deconstruída de Ferran Adrià, y las espumas y los sifones y los aires y las caricaturas en las televisiones locales y las frases cotidianas a vuela pluma: el sábado pasado mi mejor amigo y yo fuimos a tomar copas y a comernos, entretanto, una de las estupendas pizzas de unos argentinos que las venden “al taglio” (a trozos y de pié, más o menos) cerca de mi casa. Cuando iba a encontrarme con mi amigo, una honrada familia local discutía dónde ir a cenar. Los padres ponían cara de póquer y los hijos, chico y chica, mostraban sus preferencias a voz en grito: “¿mexicano?, ¿chino?, ¿pizza?, ¿tapas?, ¿catalán?”. El chico, muy avispado, cortó: “Cualquier cosa. Total, no vamos a acertar, porque a “la mama” lo que le va es el rollo Adrià”.

El rollo Adrià ha podido con el rollo Bourdain. O han coincidido, o a lo mejor las editoriales han tenido algo que ver. Lo que no me parece nada mal sino al contrario. La “biografía oficial” del de Hospitalet, un librito titulado El Bulli des de dins, escrito por Xavier Moret y publicado “justo antes” de la Documenta cuenta, entre otras muchas cosas, el reencuentro de los dos chefs en el Jamonísimo de la calle Provenza. También lo cuenta Bourdain, aunque no de la misma forma, en su The Nasty Bits, traducido, y bastante bien, como Malos tragos. Por supuesto que el Jamonísimo no es el Aux deux magots ni se trata de Jean Paul Sastre y de Albert Camus, ni de Truman Capote y Gore Vidal, ni siquiera vinieron a reconciliar nada. Pero la historia, frecuentemente, no es la que ocurre sino la que queda escrita y así como don Gregorio Marañón se extasiaba ante el cocido de Lhardy, y quedó escrito, y don Ramón del Valle Inclán ante la cerveza rubia de Lyon d’Or, y también lo está, la élite de la gastronomía y de la literatura se estremecieron ante el jamón de la calle Provenza y más que escrito está grabado, ya, a sangre en los anales de todo lo analizable.

Va a tener razón aquel otro amigo, tan poco glotón y tan buen artista, que siempre acababa con un “menos mal que nos queda el jamón”.

*La ilustración corresponde a la obra de Ignacio Alcaría Gómez El arte del jamón jamón, óleo sobre lienzo, 100 x 81 cm., premiada en el Certamen Internacional de Pintura Eurocarne, Teruel, 2005.

Saturday, July 07, 2007

SALADE FLEUR DE LYS



Para darse cuenta de que los símbolos son nefastos no hace falta más que darse una vuelta por ahí. Se puede mirar alrededor pero también es aconsejable mirar hacia atrás. Incluso por encima del hombro.

Que hay mucho convecino aficionado a confundir los signos con los símbolos, pues también. O con las señales. Cesare Pavese escribía en uno de sus diarios que a la facultad de ver símbolos por todas partes (incluso donde no los hay, añadimos nosotros) se le puede llamar sentimiento heráldico. Fantástico. Con rúcula, con canónigos, con berros, con flores y con frutas se pueden construir, que ya se está haciendo, las frecuentes ensaladas que huyen de la lechuga como de la peste, del tomate abierto en dos, del aliño con ajos picados y aceite, del baño de pureza del vinagre de vino que te hace saltar una lágrima y te ayuda a digerir la tortilla y te endulza el corazón. Todo ese florilegio, estupenda palabra que ya no usan ni los curas, para ver pasar el verano con cara de sorpresa, cortar al pobre rape en láminas finísimas, sin descongelar, decir luego que es rape y apellidarlo carpaccio, montar las flores al desgaire, salpicarlas y, en cuanto se pone una cosa sobre otra, volver a insistir y llamarle milhojas.

El otro día comí un honrado menú en un honrado restaurante cerca de mi casa, para comer, desde luego, pero también para hablar de negocios (parcos y escuetos) con un amigo. No suelo hablar de mis comidas ni propias ni forasteras porque estoy convencido de que no tienen ningún interés. Y no lo tienen. Pero el honrado camarero defendió uno de los tres primeros platos con una sonrisa que si no le confería modernidad al menos lo hacía en confianza.

-De primero gazpacho, ensalada de atún y milhojas de arroz.

Difícil se lo ponen al arroz, pensé. Pero me pudo la curiosidad y lo pedí, seguro de mí mismo.

El camarero lo agradeció con una nueva sonrisa, entonces, cómplice. Esa cara de “no le va a defraudar al señor” que seguramente había ensayado para la ocasión.

Recordé en un momento todas las ensaladas de arroz que pude, incluso todo los tipos de arroces que conozco y las barbaridades a las que suelen someter a sus honrados granos. Honrados como mi restaurador, por lo menos, pero también incautos.

-¿Qué tal el milhojas?
-Muy bueno, gracias.

El honrado esperaba algo más. Más complicidad, desde luego, un asentimiento más explícito, un guiño a su innovación.

“Es su símbolo”, pensé. Sobre una base de arroz blanco cocido más o menos en su punto el cocinero honrado puso una capa de funghi y unos cuantos moixernons, una gotitas de salsa de soja, lo coronó con otra capa del mismo arroz y lo decoró, eso sí, con unos cuantos berros y una rodajita de naranja. Où sont-ils, Vierge Souveraine? ¿Dónde están las hojas? ¿Dónde la cordura? ¿Dónde el diccionario gastronómico? ¿Dónde el manual de buenas costumbres, el glosario de sinónimos?.

A mi vecino el restaurador le pudo la heráldica, que seguramente va a barrer lo que le queda de sensatez.

Monday, July 02, 2007

PARA ATRÁS



Me eché para atrás y sé bien por qué. Llevo semanas escribiendo sobre muertos. Sobre muertos vivos en sus obras pero muertos al fin y al cabo. Ayer, en la playa, con no demasiado sol pero con muchas ganas de verano, ataqué el ABCD del sábado con más ganas todavía. En la playa los suplementos culturales tienen otro aspecto. Para empezar los ojos miopes agradecen la luz, espléndida a principios de julio, y luego la soledad (a mi playa urbana, quizás la mejor, la odian mis vecinos desde hace años, y cómo me alegro) y también el “plein air”, desde luego: la brisa, la arena fina que se enreda en alguna página y las gotas de salitre, salpicando la pereza.

Ayer me quedé estupefacto con la crónica de Anna Caballé sobre los Diarios de Luis Felipe Vivanco. Confieso que conozco medianamente la obra del poeta pero desconocía casi del todo su biografía. Lo había incluido en el grupo de falangistas desengañados e incluso arrepentidos y había puesto punto final a su vida. Me divertían (menuda cosa, divertirse con eso) los tibios, los enrevesados, los feroces y los necios. Me gustaba quedarme, lo más lejos, en 1953, año en el que vine a nacer. Y me regodeaba en ese falangismo primero, en el “espíritu de Pamplona”, en la vela de armas de Eugenio d’Ors, en los rijosos relatos de Rafael García Serrano y en los gestos de Ruiz Jiménez, los renuncios de Laín Entralgo o los versos atragantados (atragantadores) de Luís Rosales. En la parafernalia, vamos.

En los cocidos de Lhardy, en el menú del Conde Ciano en su visita a Barcelona y en la ensaladilla nacional. También en eso.

Pero ayer escribí una nota para que ustedes leyeran la crónica de Anna Caballé y no me atreví a publicarla. Sobre todo los últimos párrafos, que no voy a copiar ahora. Luís Felipe Vivanco murió en la clínica de La Concepción aterrorizado y en el olvido unas horas, sólo unas horas después que Franco, ante su esposa y su hijo Juan, también esposado por la Policía Armada, encarcelado desde hacía unos días por pertenecer al FRAP: “No pudo haber flores en su entierro porque todas las floristerías trabajaban para la Plaza de Oriente”.

El próximo día 22 de agosto va a hacer cien años del nacimiento del poeta. Y lo vamos a celebrar porque estamos vivos para recordar sus versos.