Monday, October 30, 2006

ENTRADA GENERAL (LOS CUATRO VUELCOS DEL BACALAO)



El cine Niza tenía una especie de túnel a la entrada y creo que unos escaparates de una lencería o de un bazar, con toros de juguete con la testuz levantada y asaeteados con banderillas rojo y gualda y blanco y azul, como la bandera de Huelva. El Principal Palacio era enorme, con dos pisos gigantescos y el segundo, la entrada general, con una alfombra de cáscaras de pipas y de cacahuetes y un olor entre legionario y de almizcle rancio, un olor espeso y embriagador. El Lido del Paseo de San Juan era de una sola planta, con mucha pendiente y con los asientos tapizados de un carmín intenso, con muchas columnas en la parte de atrás. El Arenas, al lado de la plaza de España, todavía existe, aunque muy desmejorado y como escondido, detrás de un hotel. Entonces parecía una fábrica de hielo, con un hall grande y destartalado donde el dueño aparcaba una Harley-Davidson de colección, negra y lustrosa.

A Antonio, cocinero, lo conocí en el Niza, cuando yo todavía tenía diecisiete años y él todavía se llamaba Toni y trabajaba de pinche en una cervecería de la plaza Real. Me explicó muy bien el bacalao con tomate, que ya le ponían a hacer a él solo “cuando había mucha faena”, y me dijo que algún cliente le había felicitado. Toni freía el bacalao desalado, escurrido y rebozado en una cazuela con un dedo de aceite de oliva. Lo retiraba y en ese aceite hacía un sofrito con mucha cebolla y luego tomates pelados y sin semillas. Cuando todo estaba bien frito y bien espeso le añadía una copita de vino tinto, el primero que pillaba, le daba unas vueltas y entonces le volvía a poner el bacalao para que cociera un poco más.




Lo volví a encontrar dos años después en el Principal Palacio. Ahora era ayudante de cocina en un restaurante de la calle Aribau, me invitó a su casa a cenar bacalao con pisto y, al irme, me escribió en un papel arrugado su teléfono y su nombre, “Tony”, ahora con “y” griega. Tony había puesto la televisión, me sirvió una cerveza y unos cacahuetes y se fue a encerrar en la cocina: tenía un hermoso pisto de la víspera y bacalao en remojo. Calentó el espeso guiso de cebolla, tomate, berenjenas, pimientos, y calabacín, y se puso a freír patatas cortadas a dados pequeños. Rebozó el bacalao con una pasta de harina, huevo batido y un poquito de agua, lo frió en un buen chorro de aceite de oliva y, bien dorado, lo escurrió y lo mezcló con cuidadito con la “sanfaina” y las patatas.




Tres años más tarde yo estaba a punto de cumplir los veintidós, andaba con el pelo aún más largo y me lo volví a encontrar a la entrada del cine Lido. Me contó que se había traído a su madre (Toni-Tony era, evidentemente, de un pueblo de Jaén, de buen aceite) y que estaba de segundo de cocina en un restaurante cerca de Correos. Le felicité, me pasó el brazo por el hombro y me contó que ahora el jefe le llamaba Antoni y que tenía toda su confianza y que hacía muy bien el bacalao a la manresana. Antoni me contó que ponía a cocer los lomos de bacalao con unas cuantas patatas peladas y cortadas en pedazos grandes. Al poco rato sacaba el bacalao, lo ponía a escurrir y dejaba que las patatas se hicieran del todo. Aparte había ligado un ajoaceite con huevo, bien espeso, y había hecho un puré de membrillos, pelados, cocidos con un poquito de sal y una rama de canela y luego pasados por el tamiz. Los mezclaba bien, ajoaceite y membrillos, y napaba el bacalao, con la piel hacia abajo, y las patatas, colocadas alrededor.




Han pasado muchos años y demasiadas guerras, a mí no me queda mucho más que la liturgia de los encuentros, más cerca ya del pobre doctor Fadigatti de la novela de Giorgio Basanni, y, como por casualidad, por una extraña y benéfica casualidad, me volví a encontrar hace diez años a mi nutricio, extrovertido y locuaz amigo en el hall del cine Arenas. Me saludó como si me hubiera visto ayer, me contó que su madre había muerto y que ahora tenía su propio restaurante, con un socio capitalista, en una callejuela del barrio de Gràcia. Muy pequeño y muy bonito. Me dio una tarjeta con el nombre del negocio y con el suyo, bellamente rotulado, debajo: “Antonio”. Fui a cenar a los pocos días. Y pedí brandada de bacalao. Antonio me contó luego que lo hacía “como antes”, por supuesto, pero por lo visto sin complicarse mucho la vida. Cocía el bacalao y las patatas en leche, y retiraba el bacalao casi enseguida. Luego componía una especie de muselina de ajos, poniendo a freír dos cabezas sin descascarar en mucho aceite y a fuego lentísimo. Después los machacaba en el mortero con el bacalao y las patatas y vertía un chorrito de aceite crudo muy poco a poco, como para una mayonesa, hasta que quedaba espesa como un puré. La servía, después de un golpe de horno, en unas coquillas, adornada con un poquito de perifollo.

Sunday, October 29, 2006

DE TODA LA MEMORIA



“De toda la memoria, sólo vale / el don preclaro de evocar los sueños”. Seguramente don Antonio tenía razón, que no la tenía siempre, ni mucho menos.

Anoche soñé, es cierto, con un plato en el que había un pedazo de dulce de membrillo, de codoñate, como decían los antiguos, casi negro y con una soberbia costra de azúcar, y a su lado, claro está, un trocito de queso de Burgos y varias nueces pequeñas, como las que me trae mi amigo Nacho de Medina de Pomar, el pueblo que tiene más monjas clarisas por metro cuadrado (y el único, que sepamos, en el que resisten dos conventos: de clarisas). El sueño ha sido raro pero fácil, es decir que ha sido evocador. Recordador primero y evocador ahora. En ese sueño, ahora que lo estoy evocando, llamándole por su nombre, entreteniéndome con él, podían cohabitar los tirios con los troyanos, las clarisas con las carmelitas y hasta los moros con los cristianos. Pero no lo han hecho. Ha sido un sueño fugaz (¿no lo son la mayoría de los sueños?), alimenticio y convivial. No he logrado recordar con quién compartía mi postre otoñal, o con quienes, pero he amanecido con la boca reseca, el estómago apretado y los ojos dulces como el membrillo negro.

Thursday, October 26, 2006

LUBINA TROUGHT THE BATHROOM WINDOW



John Lennon no lo tenía todo previsto. La cara Dos de "Abbey Road" era lo mejor que habíamos oído nunca, la de John era la mejor guitarra del mundo pero había empezado a colarse por la ventana del cuarto de baño un airecillo nada prometedor, raro, húmedo, ¡japonés!. Yoko montaba performances y otras delikatessen conceptuales en el I.C.A. del Mall pero ni a mí, ni a nadie de los míos, nos interesaban esas tonterías.

Amábamos el pop puro, coloreado y a veces trágico, el pop de "Las joyas de la Castafiore" de Hergé, los collages de Richard Hamilton, los retratos de Marilyn y de Liz Taylor de Warhol (y las películas con Morrisey y Joe d’Allesandro), los dibujos y los grabados de David Hockney, sobre todo la serie "A Rake’s progress", entrevista en una galería de Bond St. Justo como amábamos los huevos puros, el bacon puro y la cerveza con limón, como John, y los “scrambled eggs”, como George, con mucho tocino. Y las cazadoras Levi’s y los coches negros y pequeños.




Luego, más a finales del siglo XX, ese siglo que dicen que es tan triste pero en el que nos divertimos tanto, nos empezamos a desengañar y a preocuparnos más por el sexo que por otra cosa y a corretear por el parque de la Ciudadela disfrazados medio de guerrilleros medio de pitonisas y a coger la golondrina en Colón para ir a fumarnos un canuto al Rompeolas: la madre de Luys, al que le poníamos una “y” griega como Lorca a Luys Santamarina, ni más ni menos, hacía una lubina estupenda, que nos comíamos fría en el cuartito de atrás de su casa de la calle Mandri. Espiados por su abuela, doña Aurelia, que decían que había sido amiga íntima de Serrano Súñer, que balanceaba la cabeza y nos reñía por tantas risas.




La madre de Luys limpiaba el pez, lo salaba, lo ponía en la bandeja del horno untada con mantequilla y lo mojaba con vino blanco, una copita, y zumo de limón. Luego lo dejaba media hora, si era muy grande, a fuego medio, rociando el bicho de vez en cuando. Al final, ya en la fuente de servir, lo napaba con una salsa de mantequilla, yemas de huevo crudas y un chorro de limón y lo adornaba con rodajas de patata cocida con una anchoa desalada encima y una tira de pimiento asado, cruzando la anchoa, como la cruz de San Andrés.

Sunday, October 22, 2006

SALMONETES A LA MODA DE 1962



Fue un año excepcional y en Catalunya entre trágico y, ya se sabe, mítico. Se estrenó “Repulsión” de Polanski en el Publi, en el Paseo de Gracia, acogido a la nueva legislación que creaba los cines de “Arte y ensayo”. Montserrat Caballé debutó en el Liceu, se comenzó a perforar el túnel del Tibidabo, murió en México Indalecio Prieto, iniciaron su andadura las emblemáticas “Edicions 62”, se inauguró la nueva sede del Colegio de Arquitectos con los polémicos esgrafiados de Picasso y se declaró el Estado de Excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa a principios de mayo.

El Club Deportivo Español bajó a segunda, Adolf Eichman fue ahorcado en Israel, se suspendió en todo el territorio español el artículo 14 del Fuero de los Españoles sobre la libertad de residencia pero, sobre todo, el veintiséis de septiembre se produjeron las tremendas inundaciones en el Vallés al desbordarse el Besós y el Llobregat. Los niños nos quedamos perplejos y, por primera vez en nuestra vida, nos interesaron los noticiarios de la radio, los partes, y aprendimos lo que era un damnificado.

Unos días después, el once de octubre, empezó el Concilio Vaticano II y, justo el día de Navidad, comenzó a nevar y no paró durante horas. No todo era malo. Los cadáveres de los ahogados en Terrassa y en Rubí iban apareciendo en el mar casi justo frente a casa, tan lejos de la desembocadura de los ríos y, decían, comidos por los salmonetes, un pez carroñero del que cuenta la tradición que “crida a mort”, que llama a muerte.

La nevada iba a cubrir mis esperanzas de un mundo mejor (mejor a los nueve años) pero en casa, como en tantas otras, nunca se volvieron a comprar salmonetes y hoy se sigue hablando de esos peces como de animales voraces y, desde luego, poco solidarios. Las navidades blancas de Terenci Moix, los esquiadores de la calle Balmes, los obispos del Concilio y los guardias apostados frente a Capitanía con el casco calado y el fusil a punto no me dejaron reconciliar ni con los salmonetes ni con los ríos, y pensé que la nieve era una cosa de Tintín y del capitán Haddock (por entonces en el Tíbet, buscando a Tchang), una cosa que empezaba a deprimirme.



Antes de eso, es decir, antes el Concilio Vaticano, en casa los salmonetes se comían a la parrilla, rojos, espléndidos, desescamados, limpios, marinados antes en aceite y limón y luego salados, acompañados de una buena fuente de patatas fritas y, tal vez, de buñuelos de coliflor. Al lado.

Thursday, October 19, 2006

ON HEROES, II. LA HERMANA SALVADORA



Ayer, hace tan poco rato, sucumbimos de nuevo a las efemérides por culpa de uno de nuestros múltiples libreros preferidos, los de “Negra y Criminal” de Barcelona, que siempre nos recuerdan lo bueno, lo mejor y lo recordable, por ese estricto orden. Ayer, hasta hace unos minutos, nos recordaron que hacía tres años que había muerto Manuel Vázquez Montalbán, uno de nuestro santos patronos, y que no era hora de nada sino de volver a abrir uno de sus libros, que buena falta nos hace.

Y no lo hemos hecho al azar, claro que no. El segundo de los “HEROES” (in english) de nuestros envíos, para esas almas caritativas que aún nos leéis, es, ya se ve, don Manuel, aunque a nuestro segundo héroe seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia (ni fu ni fa) aparecer detrás del poeta de ayer. Pero tenían una cierta relación de vecindad, y si no con el novelista, por lo menos con su personaje, Carvalho. Carvalho vivía en Vallvidrera, eso lo sabe todo el mundo, pero tenía su despacho un poco más aquí , a veinte minutos andando de la calle Platería, la última y fatal morada de Salvat-Papasseit. Hay que cruzar la Vía Laietana, subir hasta la plaça de Sant Jaume y llegar hasta las Ramblas por la calle Fernando, ¡y cómo nos gusta mezclar el castellano con el catalán en el nomenclátor! (y en tantas otras cosas).

En fin, que algo lejos de ese despacho, a la izquierda de las Ramblas, según se sube, la hermana Salvadora de “Historias de política ficción”, uno de los primeros “carvalhos”, sirvió al detective ni más ni menos que unas “crêpes de pie de cerdo con alioli”. La hermana Salvadora deshuesaba los pies de cerdo ya cocidos con mucho cuidado, para “que conserven la mayor parte de su entereza”, colocaba cada uno sobre una “crêpe”, lo cubría con una cucharada de alioli y la enrollaba. Aparte, la hermana Salvadora, y seguramente ya sin piedad, había hecho una especie de salsa española con harina tostada, el caldo de cocer los pies, un vasito de jerez y perejil picado, luego napaba las crêpes y las metía, muy colocaditas la una junto a la otra, en una bandeja, a gratinar durante unos minutos.

Nuestra ignorancia y nuestro atrevimiento nos hizo anotar, a lápiz, en 1989 y bajo la excelsa receta de la hermana Salvadora un “¿Es necesaria esa salsa final?”. Y luego: “¿Serviría un all i oli de codony”, como el del bacalao?”.

NOTAS:

1. Las fotografías se las hemos tomado prestadas a Joan Colom, fueron tomadas en el barrio del Raval, cerca del despacho de Carvalho, y se publicaron en el libro “Izas, rabizas y colipoterras” de Camilo José Cela (Ed. Lumen, Barcelona, 1964).

2. La receta de Carvalho está escrita un poco a lo loco pero, aún así, sale bien.

3. Lo del “all i oli de codony “ (alioli con membrillo), estupendo, rotundo y un punto saltarín, sirve exclusivamente para el bacalao a la manresana, o sea que no hace falta inventar.

4. Las conmemoraciones funerarias, como la de ayer, un poco marron glacé, no nos gustan especialmente, San Manuel Vázquez se merece mucho más, pero hoy sólo se nos ha ocurrido esto, no cenar y prepararnos un gin & tonic más que generoso para brindar por él.

Tuesday, October 17, 2006

ON HEROES. TEMPS DE MAGRANES



Anoche, furioso, releí todo el poemario, completo, de Joan Salvat-Papasseit, a saltos irreverentes, con pausas reverenciales y, qué sé yo, con cautela y con pasión, o casi. Al poeta catalán se le recuerda por su biografía escueta, cortísima (murió a los treinta años de tuberculosis), por su filiación vanguardista, cuando en Catalunya (en Barcelona) las vanguardias tenían algo, mucho, que decir, y por su muerte abrupta, tremendamente prevista, antes de que pudiera pasar todo (o más bien poco), en agosto de 1924.

Hay un poema corto y previsible de su poemario póstumo, “Óssa menor”, ése que guardaba bajo el jergón el día de su muerte, del que nos quedamos, qué le vamos a hacer, con su título, “Pronòstic ciutadà”, y con su dos primeros versos: “Per Sant Miquel temps de magranes / i d’abrigar-se un xic per dins”. Los poemas menos vanguardistas de Salvat-Papasseit tienen un no se qué de cotidianos (son cotidianos), de canción de cuna, de lamento de una Ariadna local que hubiera vivido en la calle Platería como él, cerca del mar pero sin verlo, con toda esa humedad y ese estruendo de los carros sobre los adoquines y calor de agosto sudado, cargado de salitre y de polillas revoloteando sobre los pocos libros y sobre el saco de garbanzos de su vecino, el vendedor de grano, y del otro, el trapero, y aún más allá, cientos de moscas posadas sobre los quesos de los ultramarinos y las botas de vino áspero e insano del tabernero.

Joan Salvat-Papasseit tuvo frío cuando se estaba muriendo, en pleno agosto, y lo contó, en ese y en los otros poemas: “sin motivo”, dice, “ya se sienten escalofríos”. “Ladrón de amor” provenzal, que canta a las doncellas en su lecho de muerte. Para que luego, en otoño, se abran solas como granadas.

Thursday, October 12, 2006

ESCUDILLAS DE LA COMPAÑIA DE JESUS



Hace unos días compramos una edición facsímil y como popular de un escueto y prometedor libro de cocina conventual, de principios del siglo XIX, sobre el “modo de guisar” en las casas de los regulares de la Compañía de Jesús. El recetario ignaciano se titula, explícita y sobriamente, “La cocina de los jesuitas”, sus ediciones son sevillanas, de 1818 (original) y 1994 (facsímil), y ha venido, ya no digo a reconciliar pero por lo menos a acomodarnos con la orden de San Ignacio, de la que no sabemos más que lo corriente pero de la que siempre nos parece que esconde un conejo en el sombrero (la teja, que no gastan chistera) y que también, a lo mejor, donde escriben liebre se puede leer fácilmente gato. Así, el recetario, más parco que sucinto, está escrito con un lenguaje sobrio y sin florituras, como aconsejan las reglas de su fundador que deben de hacer los espíritus prácticos y, añadimos nosotros, poco conmovedores.

En el capítulo de los guisos cuaresmales se meten, claro está, y para empezar, con las lentejas. Las limpian y las ponen en remojo “de parte de noche” y luego, a la mañana siguiente, las ponen a cocer con unas cabezas de ajo, enteras. Cuando las lentejas están medio tiernas les añaden cebolla frita, su aceite y un poco de sal, dejándolas así hasta que están cocidas del todo. Entonces incorporan “la especie” (sic) molida, pero no dicen cual y suponemos que se trata de pimienta y a lo mejor clavo o un poquito de canela. Entonces le añaden un poco de pan remojado, perejil y, “antes de repartir” (verbo que, la verdad, nos ha emocionado), un chorro de vinagre.

Avisan los autores, que hemos supuesto varios, que “de este modo se componen los garbanzos y la havichuelas”, con “uve”, como se escribía en esos tiempos, con no demasiado amor, suponemos que observando estrictamente las reglas y con esa contundencia final del vinagre para avivar espíritus conspicuos pero poco decididos.

San Ignacio aconsejaba, en la primera de las “Annotaciones” de sus Ejercicios Espirituales, “preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas”. Este mediodía hemos compuesto el aperitivo (“componer” es un bravo verbo) con vermouth Yzaguirre frío, sin hielo y con tres gotitas limón, y una racial tapa, generosa, de “bull” de Girona, posiblemente el mejor embutido del mundo. Mientras tanto, se iba confitando un sofrito eterno de cebollas de dos clases, pimiento verde, una cayena y dos dientes de ajo de Zamora (ese sí, el mejor del orbe cristiano) que han venido a recibir, tras la tercera copa de Yzaguirre, un puñado de judías verdes (vainas) cortadas a lo ancho, cuatro sepias pequeñas, de este mar tan sucio y tan comprometedor pero, en fin, y el suficiente arroz bomba, del Delta del Ebro, como para edificar una paella amarronada y casi exquisita. Luego hemos tomado café, hemos hablado de política y nos hemos ventilado media botella de un calvados que no estaba nada mal. No hemos preparado ni dispuesto más que el cuerpo. El alma se ha quedado detenida, ya hace rato, en la “Sexta Annotación” de San Iñigo, esa que “habla de consolación y desolación”, que es un título precioso para ánimas tan promiscuas y devoradoras de días y de horas como las nuestras. Sic transit.

Wednesday, October 11, 2006

BESUGO DE NOCHEBUENA



Solemos leer de vez en cuando algún ensayo (algún fragmento, más bien, de algún ensayo) del doctor Marañón, no sé muy bien si por motivos profilácticos, una especie de vacuna contra la nimiedad (fabricada con bacterias de nimiedad) o por un raro asunto en el que se mezclan la melancolía y el masoquismo.

Don Gregorio Marañón titula “Morir para no sobrevivirse” un parágrafo de su tremendo libro “Raíz y decoro de España”, dedicado, con toda la enjundia, el preciosismo y la precisión que merecía la ocasión, “a la juventud de España y a la de América”, o sea que no nos llega (¿nos alcanzó alguna vez?, ¿alguna vez fuimos jóvenes?). Pues resulta que en ese texto habla de alguno de los españoles “malogrados” y, entre ellos, de Ángel Ganivet, un suicida poco espectacular y un poco farragoso de más, y del escultor Julio Antonio, que nació cerca de mi pueblo, en Mora de Ebro, y que murió a los treinta años y de mala manera, ayunando y esculpiendo, o eso es lo que cuenta la leyenda. Cerca de esta nuestra casa hay un bonito Museo que le dedica unas cuantas salas y guarda , piadosamente, gran parte de su obra y muchos de sus recuerdos. Hoy casi nadie se acuerda de Julio Antonio. Por eso escribo apoyado físicamente en la prosa muchas veces excesiva de don Gregorio (una enorme pila de libros) y acompañado por una estampa que reproduce una cabeza espléndida del escultor, si no la mejor, que la titulan “Ávila de los Caballeros, 1914” y ni me mira con sus ojos masculinos vacíos, su cuello terso, su boca romana, su peinado de joven patricio y una nariz afilada de minero de Almadén.

Mientras, va pasando el tiempo, las mañanas con un sol tibio y un trabajo como entumecido, las tardes más laboriosas, asexuadas en invierno (las tardes de verano son veneno puro), los atardeceres compungidos y feroces, las noches de insomnio, té, ordenador y alguna sinfonía un poco heroica de más, de Haydn, por ejemplo, una de las de Londres. Pasan los años, las primaveras repentinas, anunciadas la mañana de Viernes Santo, prologadas el Lunes de Pascua con la promesa de un Sant Jordi luminoso en el que siempre acaba lloviendo, los veranos que empiezan a apretar un jueves de Corpus, que ya no se celebra, los otoños terribles, demasiado largos, entrometidos en las casas y en los cuerpos, y los inviernos que parecen cortos porque no haces más que pensar en la primavera, en su raíz, en su decoro, en ese morir, como el escultor, para no sobrevivirse.

Anoche cené un “coq au vin” espléndido, improvisado, con pollo, por supuesto, pero como si fuera faisán. Hasta lo trufé con tocino y con foie-gras, una barbaridad, y abrí (“descorchar” nos parece un verbo fulanesco y espantoso) una botella de cava que llevaba no sé el tiempo en la nevera y que estaba estupenda. Y luego volví a trabajar, muerto de risa por las noticias de la radio y con el estómago francamente entretenido, pensando, y aún no sé por qué, en el besugo de la cena de Nochebuena y en contarlo después.

Ese besugo, que siempre me ha deprimido, lo suelen arreglar por la tarde las señoras piadosas e incluso las impúdicas, y más o menos en España. Se limpia, se le quita la espina con cuidado, se sala y se rellena. A saber: sofrito de cebolla, pimiento rojo y tomate y con una picada final, y concluyente, de ajos crudos, anchoas preparadas y almendras. Se cose el pez, se fríe un poco por ambos lados y se pone en la bandeja del horno sobre un lecho de patatas y cebollas cortadas en láminas finas, como tus intenciones, livianas como la noche y con un resultado estricto y dramático como la Navidad. Se mete al horno, medio, se va regando con un poco de fumet de pescado y se hace casi enseguida.

Saturday, October 07, 2006

UN PULPO EN TU HOMBRO (IZQUIERDO)



Dani Martín, el líder de la banda española “El Canto del Loco”, lleva un hermoso pulpo tatuado en su hombro, como Andrés Calamaro o el líder de Red Hot Chili Peppers, ambos admirados por Dani y ambos con altas connotaciones gastronómicas.

Es cierto, nos gusta Dani, pero antes le ha gustado a Bigas Luna, que es muy listo y le ha hecho protagonizar “Yo soy la Juani”, película que estrena dentro de unos días. A Bigas le encantan, además de otras perversiones muy calculadas, los juegos digamos que alimenticios entreverados de sexo y, algunas veces, muy bien resueltos. Dos generaciones de españoles, por lo menos, van a recordar para siempre que las tetas de Penélope Cruz sabían a tortilla de patatas o que a Javier Bardem le gustaban las patatas (patatas, siempre patatas) a la riojana.

Por eso nos gusta Dani Martín, porque condujo la furgoneta de la familia hasta que se lió a cantar y luego a ponerse a las órdenes de Bigas, porque presume de seguir viviendo en Algete y seguir siendo “el Dani” en la plaza del barrio, porque quiere casarse y tener una niña, porque le gusta pilotar karts y comer patatas bravas, porque quiere mucho a sus padres y, sobre todo, porque lleva un hermoso pulpo tatuado en el hombro, izquierdo.

Dani canta unas canciones bastante normales, escritas, la mayoría, para convertirse en himnos de su generación. Y lo está consiguiendo. No toma drogas, le gustan los coches y quiere irse de vacaciones a Costa Rica para hacer una tirolina por encima de los árboles. Dani, a pesar de que se siente más de derechas que sus padres (lo cual, siempre, es un pesar), está empezando a construirse el aura de los mitos de barrio, de los que tan faltados estamos. Pero ya tiene, y completo, “le physique du rôle”. Ya veremos lo que ha hecho Bigas con él. Sobre todo, si es que lo ha hecho, qué le pone para comer.

Thursday, October 05, 2006

EL PRINCIPE Y LA CORISTA



EL PRÍNCIPE Y LA CORISTA

Me tienta pensar (con lo que quiero decir que siempre lo pienso) que todo esto no nos interesa más que a nosotros mismos, espectadores, normalmente nocturnos y tantas veces insomnes, de nuestros propios argumentos, si es que los hay, o, cuando menos, de nuestro discurso lector, observador o simplemente cotilla. Pues eso.

Hace un rato, delante de dos amigos (un amigo y una amiga), dos gin & tonic y un atardecer prodigioso, la verborrea ha estado a punto de dar al traste con la educación. Con nuestra cautela, por lo menos. Mi amigo, en una fugaz ausencia de la amiga común, me ha dicho, textualmente, que en el discurso de la ausente faltaban comas. No había pausa, los periodos, larguísimos, han resultado agotadores y, por qué no decirlo, los gerundios se encabalgaban y la charla, al final, no ha demostrado nada. Lo expuesto un poco porque sí resulta que no daba respiro. Y, al fin y al cabo, sólo hablábamos de política.

Así que pensando en que todo esto, con poca pausa, con una aparente prisa (¿nos vamos a morir mañana mismo?) y con esa especie de sinrazón, todo esto, digo, que tiene que ver únicamente con nosotros mismos, nos congratulamos de que Carlos Windsor, el heredero de la Corona británica, haya editado un hermoso libro de recetas junto a Johnny Acton y Nick Sandler para su compañía de productos biológicos, Duchy Originals. Libro que aún no hemos tenido entre las manos (¡esperemos, pues!) y que no nos resistimos a emparentar, porque sí, con el “The Pedant in the Kitchen” de Julian Barnes. Traducido no demasiado cuidadosamente por Jaime Zulaika para Anagrama (col. “Panorama de narrativas”, núm. 638), salió en España hace pocos meses y ya va a hacer tres años que lo hizo en Londres. Sin querer comparar (aún no tenemos cómo), y sin necesidad de hacerlo, el segundo inglés nos ha engañado miserablemente. Nos hemos dejado engatusar por Julian Barnes y esperamos hacerlo también por el príncipe Carlos.

El novelista no cuenta recetas sino anécdotas que no se las permitiríamos ni a Sofía Loren (que sí ha escrito un libro, o dos, no sé) ni a Jane Fonda (que no ha dicho más que tonterías sobre aerobic) ni siquiera a la extraordinaria Donna Leon que esa sí que cuenta cosas estupendas en su “Senza Brunetti” del que algún día, si no nos cansamos de todo esto, hablaremos. Y no nos da igual. El Barnes de “El loro de Flaubert” o de “Al otro lado del Canal”, esas magníficas piezas, no ha podido hacernos esto. Tres sonrisas, como resumen, y basta. Bromitas sobre los cajones llenos de cacharros inútiles, sobre los soufflés que no suben, sobre los invitados quisquillosos y sobre los tapones para el champagne. He acabado el libro hace tres días y no recuerdo prácticamente nada (lo estoy repasando).

Me alegro de que Barnes se acuerde de Oscar Wilde y del juicio contra el marqués de Queensberry y de la reina Victoria y de que el pesto debe de hacerse con albahaca fresca. Pero no puedo entender por qué al hablar de cocina lo hace de forma tan insulsa, tan “nonchalante”, tan poco explícita. ¿Es que para hablar de cocina ha de hacerse así?. DESDE MI COCINA, desde luego, me estoy aburriendo. Mortalmente.



P.S.: La corista, desde luego, somos nosotros.