Thursday, May 24, 2007

HUEVOS DE LA SEÑORITA CRISTINA



Lo cierto es que me pasaba todo el día en las Ramblas, como dicen los críticos que pasa en todas las novelas catalanas. Pero aunque trataba que mi vida fuera una novela (o al revés) me pasaba de verdad. En las Ramblas y, lo que aún es más importante, en sus travesías. Donde estaba el despacho del detective Carvalho, las izas, las rabizas e incluso las colipoterras de Joan Colom y Camilo José Cela, la Biblioteca de Catalunya, que se seguían empeñando en apellidarla Central, el Marsella, el London, Casa Leopoldo y la cordelería Estellés, que es donde trabajaba la señorita Cristina.

Carvalho se mudó ya hace mucho tiempo, la Biblioteca ha recuperado su apellido, las hurgamanderas y las putaraçanas de don Joan y don Camilo cabalgan alrededor del campo del Barça y calzan botas de charol y tienen pasaporte y hasta médico de cabecera y la señorita Cristina hace tiempo que quedó como diluida rumbo a la ronda de San Antonio.

Habían empezado unas huelgas feroces en La Maquinista y en Harry Walker (“Ha-rry Wal-ker ven-ce-rá”, cantábamos a capella Albert Rossich, Pim Genovés y yo) y había guardias hasta en los sueños. En las pesadillas, tras un cocido nocturno con lacón y “patacas”, que a mí me parecía estupendo, en “O nabo de Lugo” de la calle Aviñó, se me aparecía el arcángel San Gabriel uniformado de gris, a caballo y con una capa como de cruzado, con la laureada de San Fernando bordada en rojo carmín y dando bastonazos a todo el mundo, en tropel. La señorita Cristina, de la que yo era cliente, sabía alguna cosa de San Fernando pero muy poco de Harry Walter, que podían haber sido marcas de coches o compañías de seguros. Y lo eran, en cierto modo.

La señorita Cristina me atendía sin sonrisa precisamente porque no la poseía: tenía dos líneas estrictas como labios, un poco violáceas, y unos ojos miopes fantásticamente azules pero que tampoco miraban nada. La señorita Cristina, un poco hombruna y como misteriosa, era en realidad una estatua sedente, siempre sentada ante la caja de la cordelería Estellés tras un leve cristal con una estampa de San Pancracio un poco ladeada y una ramita de laurel con una cinta con los colores de la bandera nacional. La señorita Cristina, sedente, asturiana e inexpresiva, un día, al ir a pagarle un carrete de hilo de cáñamo, me dijo que si lo quería para ligar el lomo pues que era demasiado grueso. "Tenga este otro". Y lo cogí. Entonces fue cuando le descubrí los ojos y me dijo que vivía con su madre detrás de la Biblioteca, cerca de la oficina de Carvalho y lejos de todo, probablemente hasta de sí misma.

La invité a un café. Esperé a que cerrara la tienda, apoyado en el quicio de una mancebía (mancebo era, y coplista mi corazón), me cogió del brazo y nos sentamos en un banquito al fondo del American Soda, pidió dos cruasanes y un café con leche y yo un vaso de ginebra sola, con una rodajita de limón. La señorita Cristina por lo menos me llevaba quince años pero a ella le dio igual y entonces le conté que había conocido a Terence Stamp y a un primo cordobés de Nino Manfredi y hasta a un pariente manchego de Paco Rabal. Primero me dijo que me fuera a confesar pero luego se rió mucho y no dejó de darme palmaditas en las rodillas. Luego ella me habló de un banderillero y de un ayudante de cocina del hotel Manila, al que le había regalado una foto vestida de zíngara y al final, claro está, me habló de su madre. Entonces la señorita Cristina pidió una copita de anís, se la bebió de golpe y ahí acabó todo.

Tardé mucho en volver a la cordelería y al cabo de los años, cuando Franco agonizaba, había empezado la Marcha Verde y los moros de las Ramblas te empezaban a mirar raro, los hermanos Estellés, los cordeleros, me dijeron simplemente que la señorita Cristina ya no trabajaba allí. Les pregunté si sabían su dirección y me la anotaron, torpemente, al borde de una hoja de “El Noticiero Universal”, justo encima de las receta de los “huevos nevados”.

No fui nunca a su casa. Pero me guardé la receta, a la que le falta un trozo, que luego me inventé: se lavan y se cuecen unas espinacas en un poco de agua con sal. Cuando están hechas se pasan por un chorro de agua fría, se escurren y se pican bien finas. Se untan de mantequilla unas rebanadas algo gruesas de pan inglés, por las dos caras, y se coloca encima de cada una un poco del picadillo de espinacas, dejando un hueco en el centro en el que va una yema de huevo cruda. Se baten seis claras a punto de nieve firme y se cubren las rebanadas de pan adornándolas con unos piñones y unas pasas de Málaga sin rabo, lavadas y secas con un paño. Se fríen las rebanadas, boca arriba, en una sartén ancha y con bastante aceite, bañando las claras con la espumadera para que se doren bien. Se escurren y se sirven en un generoso lecho de berros, bien lavados y secos y adornados, alrededor, con rodajitas de naranja, para dar color.

2 comments:

delantal said...

me encanta tu prosa

y la receta no le va a la zaga.

manuel allue said...

Muchas gracias, Delantal. Tengo debilidad por esas recetas de cocina "familiar" de mediados del sigo pasado (¡fijate cómo suena! ¡de mediados del siglo pasado!) y me invento cualquier historia para meterlas. Pero me sigue gustando más escribir las historias que las recetas.

Un abrazo.