Acabo de volver de Madrid de darme una vuelta exagerada pero una vuelta al fin y al cabo. A la vuelta de la vuelta sólo se me ha ocurrido ayunar, guardar silencio y alargar la mano hasta la preciosa edición de la Obra literaria de José Gutiérrez Solana, la que le hizo Taurus en 1961. Una edición, pues, anterior a la época de Jesús Aguirre que aún andaba entonces en sus “avatares eclesiásticos, siempre brumosos” tal como decía Jorge Herralde. Luego pasó lo que pasó, el cura se mudó, mantuvo en vilo la editorial con exquisitez y muy buen sentido, se hizo amigo de casi todo el mundo (y enemigo de unos pocos) y, al final, lanzó la montera (y el capote y las antiguas sotanas) y se hizo duque de Alba por matrimonio, lo que siempre nos pareció la manera más prudente de serlo.
Pero el libro sigue aquí, ajeno al paso del tiempo, con esa magnífica Introducción de Camilo José Cela (el mejor prologuista del siglo XX español, además de Jesús Aguirre), con esa encuadernación en tela color canela que el tiempo ha mejorado, con las ilustraciones y las capitales preciosas y con cientos de anotaciones al margen de mi señor padre que venían a remendar los fragmentos censurados y que, para mí, convierte al libro en una edición de lujo, “anotada a mano por un lector”.
En su tremenda La España negra, que es un texto de viajes que debería de ser obligatorio por lo menos en las escuelas de turismo y, sobre todo, en los seminarios pontificios, hemos vuelto a releer, hace un momento, el capítulo dedicado a la villa de Tembleque, en la provincia de Toledo, “a unas diez leguas” de la capital y a la que el pintor viajó en tren. Nada más llegar, hambriento, entró en una fonda a comer. Se sentó en una mesa presidida por el cura, un hombre orondo, cejijunto, malhablado, con las uñas sucias de cavar el campo y la mano larga. Comió mal el pintor Solana, o más bien poco y escurrido: sopa, unos cuantos garbanzos duros, albondiguillas y “descalabraduras”, restos, en fin, de un banquete que no existía mientras en Madrid su Majestad don Alfonso casi ni probaba los siete vuelcos de su cocido o le pegaban un tiro a un estudiante muerto de hambre contra las rejas del Retiro por haber gritado ¡muera el Rey!. Esa España olía a muerto porque sí, y Solana la retrató casi sin entusiasmo. Con la crudeza de la primera mano, con el ojo de pintor.
De postre, en la fonda de Tembleque, le pusieron a Solana, al cura sucio y jugador y a los otros comensales (“un señor enfermo con la calva de madera barnizada”), “un membrillo amarillo como vela de difunto y unas galletas duras”.
Ayer por la tarde, en un estanco entreverado en uno de los flancos de la estación de Atocha, en el exterior, me atendió, sin mirarme, un sobrino nieto de don José Gutiérrez Solana, familiar, a su vez, de Ramón Gómez de la Serna (por parte de madre), vecino de un hijo del portero de don Pío Baroja y coleccionista de estampas de la guerra del Rif. Los viajeros nos apresuramos a devorar los restos de un sándwich mixto pero en la cantimplora escondí, artero, parte de esa historia a la que le exprimo todo su jugo y luego me lo bebo a solas. Incluso cuando no tengo sed.
12 comments:
Es imposible no darte las gracias por ofrecernos a curiosos y desvagados tu breviario vital, con su dominó gastronómico.
Más dominó que ruleta, tines razón, Nené. Gracias por leerme.
Eres increíble, Manuel. A mí me tienes en vilo con las historias que construyes, pequeñas novelas del tamaño de un post, trufadas de erudición, juicios y análisis. Un prodigio literario de brevedad.
Y...aparte de eso, sin venir a cuento o a cuento más bien del estanquero ilustre, de la historia de tu cantimplora, de D. Pío, y Gómez de la Serna, de todos los porteros de inmuebles decimonónicos y de los malditos sandwiches de perchiglás que dan en todos los viajes ¿fumas?
Manuel, no me digas mas mentiras diciendo que no son verdades lo que nos escribes.
Yo sigo creyéndomelo.
Pues sí que fumo, Delantal, y demasiado. Además sólo cuento lo que veo, un poco de lo que hago y lo demás, me lo invento. De todas formas esa España de Solana, de Valle, de Gómez de la Serna, incluso de Cela, existe. En cuanto huele a refrito, existe.
Starbase, eres encantador. Me invento lo que puedo (lo que sé que puedo) porque luego siempre sale algún pureta que me pone a caldo porque digo que Fulanito era mal escritor o Menganito llevaba las uñas sucias. Hay cosas que me han contado pero lo que más me gusta es preguntar a los que ya no les quedan ni ganas de contar. -¿Usted, por qué lleva las uñas sucias si es cura? -Pues porque trabajo en el campo, o se imagina Usted que todos los curas somos ricos. Y otro: -Señor mío, ¿no tendrá Usted algo que ver con don José Gutiérrez Solana?. Con ese perfil... -Pues sí, era mi señor tío abuelo y me dejó en herencia una buhardilla en la Costanilla.
Pregunto. Y aunque no venga a cuento, lo cuento.
El dominó de al que me referí era el usado en carnaval. La cosa iba más por la etimología de persona: máscaras, disfraces y al fin una excusa literaria como hilo conductor.
Me lo podía haber imaginado, Nené. Ando flojo de disfraces, también lo estoy de juegos de azar y lo único que se me ocurre a estas alturas es atar la sardina por la cola para celebrar el ritmo de los tiempos. Para no perder compás, vamos.
Manolo, a riesgo de parecer pedante (¡una vez más citando!) pero no encontrando en mi haber mejor modo de expresarlo, recuerdo lo que escribió Juan Gil- Albert, en su Breviarium vitae, a propósito de lo cierto o inventado: “Lo importante es que las cosas nos hagan sentir y no que sean o no verdaderas”.
Y ya sabes que acepción elige para ese sentir y como lo matiza. Por eso, seguiré dejándome llevar por tu imaginación e, indudablemente, por lo bien que exprimes tus lecturas, con o sin cantimplora a mano (creo que hay lecturas que sólo pueden beberse a morro, directamente, echando mano, eso si, de la poca inocencia que nos queda)
Va mi saludo.
Muy bueno lo de que hay que beber a morro y echar mano de la inocencia, Ítaca. Fíjate en el poco caso que se le hace ahora a Gil-Albert aunque nunca se le hizo demasiado. La crítica (o los historiadores de la literatura) nunca han sido muy justos con él. El prologuista de su "Crónica General" (la he ido a buscar) pone en boca de Gil-Albert la tremenda frase de Goethe: "Lo difícil es aceptar lo que la Naturaleza le ha hecho a uno". Me repito la frase cada día, a ver si aprendo.
Manolo: El Borbón Alfonso era muy relamido. En lugar de comerse un cociso prefería visionar películas pornográficas rodadas en Barcelona especialmente para él.
Cuando llegaban los calores gustaba de protegerse bajo una sombra en los jardines del Campo del Mora i regalarse los oídos con una erenata de la banda de la Guardia Real. Tenía especial predilección por el Himno de Riego que siempre ordenaba repetir al director a la banda.
Ironías del destino
De los avatares eclesiáticos y brumosos del señor duque pude ser testigo accidental cuando decía misa en la capilla de la Ciudad Universitaria a principio de los años sesenta, elevando de forma desmesurada los brazos al cielo antes de la bendición, como si bajara alguna deificación de las nubes.
Las homilías trufadas de metáforas y dobles sentidos para una audiencia de rojos incipientes, cristianos de las JOC y un par de polis de la Brigada Social por si se iba de la mui... que nos parecía que anunciaba el fin de los tiempos del cólera. Aún pasaron una docena de años antes de que se muriese el innombrable y nos diésemos cuenta de que el cura Aguirre se pasaba a la aristocracia con armas y bagajes de cultura de izquierdas...
Un jeta, el señor Duque, que en el cielo esté, ganado seguro no por sus melifluas homilías sino por los años que tuvo que soportar a la pedorra de la duquesa...
Mira por donde le alabo el gusto a Su Majestad, Despertaferro, porque a mí también me gusta el Himno de Riego De lo que se entera uno.
Ya habíamos hablado otras veces, Xallue, del artículo necrológico que le dedicó a Jesús Aguirre Manuel Vicent en "El País". Como ejemplo de columnismo no tiene precio y como necrológica simpre me pareció de las mejores que se han escrito en español. La tituló escuetamente "El duque", con minúscula, y contba una anécdota muy divertida pero bastante sangrante de una de las misas de la Ciudad Universitaria. Un amigo, muy íntimo, había dejdo de verle y reapareció tiempo después en la capilla, yéndose a sentar en una de las primeras filas. El cura Aguirre, cuenta Vicent (y cito de memoria) "en uno de los lances de la liturgia levantó los brazos, miró largamente a su amigo y dijo, tras un silencio: Bonjour, tristesse!" .
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