
Cuando estrenaron
Let it be, la última película de los
Beatles, preciosa pero como desmadejada, en el cine Aquitania de la carretera de Sarrià pensé que la adolescencia, que quería prolongar hasta siempre, se había terminado. Se habían terminado los bocadillos de queso con anchoas entre clase y clase, los cucuruchos de altramuces devorados ante
Troy Donahue o
Rock Hudson, la horchata de arroz para la descomposición veraniega y la cocacola con ron Bacardí en las fantásticas fiestas de Isabela Colmeiro en el hall de la Tabacalera.
Se trataba de algo serio, de una hermosa carta de despedida que ya habían anunciado los
Stones en su
Beggar’s banquet, esa especie de
Viridiana del rock’n’roll y, sobre todo,
Jim Morrison en
The End, todavía más explícito.
John Lennon me había hecho una jugada, yo no quería hacer la mili por nada del mundo y la despedida había entrado, furtiva y fatal,
trough the bathroom window para quedarse como una balada más pero también como un canto a lo que casi no tuve tiempo de acceder.
Incapaz de interesarme por el estreno de la
Electra de
Galdós ni siquiera por la generación de
Jiménez Fraud, me quedé muy desconcertado porque mis días y mis semanas, hasta entonces, eran absolutamente anglosajones y no los quería cambiar de ningún modo:
Monday, monday,
Rubby tuesday, “Wednesday morning, at five o’clock…”,
Friday on my mind…
Pero los cambié. Y traduje los días al castellano antiguo, descubrí el catalán -descubrí, sobre todo, el
Quadern gris de
Josep Pla- y empecé a practicar una cierta etnografía moral e incluso culinaria que me vino a balsamizar un poco el estómago y bastante más el corazón.
Yoko Ono tenía la culpa, eso era ya irremediable,
Franco tenía los días contados (y también tenía la culpa) y me iba a comer el mundo, golpeando mi conciencia, cada día si hacía falta, con el
Maxwell’s silver hammer colgado a la cintura.
Franco murió el 19 de noviembre de 1975 y nos estafaron, patéticamente, la fecha. No hice la mili, mi padre se quedó conmocionado y empecé a anotar todo lo que hacía en un “quadern gris” patoso y sentimental: “18 de desembre de 1975. Dijous. TRUITA AMB RONYONS: S’agafen ronyons de vedella, es treu el tel i es netejen bé tres o quatre cops, els dos primers amb aigua amb vinagre, per treurel’s-hi el tuf. Es rosteixen a la graella, una mica salats, i es fan trossets petits. Es passen amb oli d’oliva en una paella i damunt s’hi tiren els ous, ben batuts, per a fer la truita. Quan és ben cuita por ambdues bandes s’hi tira rom, es crema i es treu a la taula flamejant.”
NOTAS1. “18 de diciembre de 1975. Jueves. TORTILLA DE RIÑONES: Se les quita la telilla a unos riñones de ternera y se lavan bien en tres o cuatro aguas, las dos primeras con un buen chorro de vinagre, para quitarles el tufillo. Se asan a la parrilla, ligeramente salados, y se trocean. Se pasan un poco en una sartén con aceite de oliva y se vierten los huevos bien batidos, para hacer la tortilla. Cuando está dorada por ambos lados se rocía con ron, se prende y se saca a la mesa flameando.”
2. La ilustración, que en principio no tiene nada que ver con nuestra historia, es una fotografía de
Pepe Lara y
Luís Tamayo, conocidos musicalmente como “Los chavales de España”, que debutaron en Manhattan a principios de los años 50 del pasado siglo y que actuaron en el
grill del Waldorf Astoria durante varios meses de la primavera-verano de 1953. Dicen que formaban algo más que pareja musical y aún se recuerdan sus menús de riñones de cordero salteados, de tortilla “a la española” e incluso de callos con garbanzos.
Otra historia culinaria de la misma época, quizás un poco después, recuerda el revuelo que organizaron
Carmen Amaya y su grupo de baile al ponerse a asar sardinas sobre el sommier de una suite del último piso del mismo hotel, en el que estaban hospedados. El pintor
Eduardo Arroyo le dedicó al acontecimiento, años después, una serie de cuadros, dibujos y grabados y la historia es aún más larga, llena de obscenidades muy divertidas y de humo, jerez y llamadas a la Embajada. Pero eso, claro está, es otra historia.