Thursday, May 31, 2007
ONE DAY TO GO
We were talking about the space between us all /
And the people who hide themselves behind a wall of illusion /
Never glimpse the truth then it's far too late when they pass away.
Wednesday, May 30, 2007
Tuesday, May 29, 2007
THREE DAYS TO GO
Monday, May 28, 2007
BISTEC À LA BORGES
El insomnio, ya lo he dicho otras veces, suele ser un mal consejero aunque se haya convertido en un ruidoso amigo que te hace revolverte, incorporarte y algunas veces gritar. Contra él, siempre contra él.
Pero a los amigos, dicen, hay que cuidarlos. Quizás para que no se encabriten de verdad y te den un disgusto serio. Aunque tantas veces, ahora mismo, preferiría que no existieran. Ni siquiera en esta pantalla.
Ignacio Vidal-Folch nos contaba el sábado en El País, en una de las crónicas que titula Barcelona Museo Secreto, un paseo por la Rambla de Catalunya con Borges y Bioy Casares tras haber almorzado en el Avenida Palace, donde se hospedaban los escritores, aunque no especifica la fecha. Da una pista pero me da una pereza enorme buscarlo. Es cuando a Borges le invistieron doctor honoris causa por la Universidad de Barcelona y dio después, o antes, una conferencia sobre el Quijote.
Me ha podido la curiosidad. O el insomnio. Y he buscado un poco. Ni sombra del doctorado por Barcelona ni de su conferencia. Le concedieron el Prix Formentor en 1962, compartido con Samuel Beckett, y el doctorado en la Sorbona, en Chile, en Harvard… Da igual. La cuestión insomne que me preocupa es el menú de ambos en el restaurante del Avenida Palace que en cualquier época pasada debía de ser tremendo. Bonito, desde luego, pero con una cocina chorreando veloutés y fondos oscuros y salsas españolas con o sin excusa. Pues eso. Borges pidió “su menú preferido”, a saber: “un bistec bien pasado, arroz blanco y, para beber, grandes cantidades de agua”. Bioy pidió fruta, sólo fruta, porque estaba a dieta. A Borges el agua le supo a gloria, “parece bizcochitos secos”. Y a Bioy otro tanto con las uvas, “con gusto a queso de chancho”.
No se si es bueno repasar el pasado porque sí, como suelo hacer la mayoría de estas noches. Sobre todo si es ajeno. Los cronistas antiguos lo hacían muy bien y resultaban muy entretenidos. Pla con sus dietarios en Destino, o Josep María Espinàs o Andreu Avel·lí Artís, Sempronio, en La Vanguardia, tan etnográficos y tan evocadores, y tan buenos escritores. Que lo mismo te contaban un salmis de pato que la historia de la alpargata catalana o un viaje al golfo de Roses en un Renault 4-4. Pero a nosotros, tan mediocres, nos puede despertar hasta el olor de esos tilos que ya no existen o el fru-frú de las servilletas de un hotel en el que nunca hemos comido. Cosas, supongo, de la edad. O de las malas costumbres.
Saturday, May 26, 2007
CONFITURA DE CALABAZA
Calabazate, mermelada de arándanos, de prunas, de moras, gelatina de frambuesa, de limón, de cerezas, licor de guindas, de melón, de naranja, aguardiente de ruda, de tomillo, de romero, crema de café, de yema de huevo, bénédictine, chartreuse verde y amarillo, confitura de albérchigos, de alvarillos, de albaricoques, dulce de membrillo, dulce de leche, dulce de dulce, arroz con leche, leche frita, leche merengada, horchata de chufas, horchata de almendras, horchata de arroz, té de desayuno, té del conde gris y de su esposa, te de Ceilán, la mesa puesta para el desayuno temprano, tostadas, huevos revueltos, jamón de york, una jarra de leche, otra de café negro y otra más de agua hirviendo. O con la mesa todavía revuelta tras el postre.
En silencio.
Thursday, May 24, 2007
HUEVOS DE LA SEÑORITA CRISTINA
Lo cierto es que me pasaba todo el día en las Ramblas, como dicen los críticos que pasa en todas las novelas catalanas. Pero aunque trataba que mi vida fuera una novela (o al revés) me pasaba de verdad. En las Ramblas y, lo que aún es más importante, en sus travesías. Donde estaba el despacho del detective Carvalho, las izas, las rabizas e incluso las colipoterras de Joan Colom y Camilo José Cela, la Biblioteca de Catalunya, que se seguían empeñando en apellidarla Central, el Marsella, el London, Casa Leopoldo y la cordelería Estellés, que es donde trabajaba la señorita Cristina.
Carvalho se mudó ya hace mucho tiempo, la Biblioteca ha recuperado su apellido, las hurgamanderas y las putaraçanas de don Joan y don Camilo cabalgan alrededor del campo del Barça y calzan botas de charol y tienen pasaporte y hasta médico de cabecera y la señorita Cristina hace tiempo que quedó como diluida rumbo a la ronda de San Antonio.
Habían empezado unas huelgas feroces en La Maquinista y en Harry Walker (“Ha-rry Wal-ker ven-ce-rá”, cantábamos a capella Albert Rossich, Pim Genovés y yo) y había guardias hasta en los sueños. En las pesadillas, tras un cocido nocturno con lacón y “patacas”, que a mí me parecía estupendo, en “O nabo de Lugo” de la calle Aviñó, se me aparecía el arcángel San Gabriel uniformado de gris, a caballo y con una capa como de cruzado, con la laureada de San Fernando bordada en rojo carmín y dando bastonazos a todo el mundo, en tropel. La señorita Cristina, de la que yo era cliente, sabía alguna cosa de San Fernando pero muy poco de Harry Walter, que podían haber sido marcas de coches o compañías de seguros. Y lo eran, en cierto modo.
La señorita Cristina me atendía sin sonrisa precisamente porque no la poseía: tenía dos líneas estrictas como labios, un poco violáceas, y unos ojos miopes fantásticamente azules pero que tampoco miraban nada. La señorita Cristina, un poco hombruna y como misteriosa, era en realidad una estatua sedente, siempre sentada ante la caja de la cordelería Estellés tras un leve cristal con una estampa de San Pancracio un poco ladeada y una ramita de laurel con una cinta con los colores de la bandera nacional. La señorita Cristina, sedente, asturiana e inexpresiva, un día, al ir a pagarle un carrete de hilo de cáñamo, me dijo que si lo quería para ligar el lomo pues que era demasiado grueso. "Tenga este otro". Y lo cogí. Entonces fue cuando le descubrí los ojos y me dijo que vivía con su madre detrás de la Biblioteca, cerca de la oficina de Carvalho y lejos de todo, probablemente hasta de sí misma.
La invité a un café. Esperé a que cerrara la tienda, apoyado en el quicio de una mancebía (mancebo era, y coplista mi corazón), me cogió del brazo y nos sentamos en un banquito al fondo del American Soda, pidió dos cruasanes y un café con leche y yo un vaso de ginebra sola, con una rodajita de limón. La señorita Cristina por lo menos me llevaba quince años pero a ella le dio igual y entonces le conté que había conocido a Terence Stamp y a un primo cordobés de Nino Manfredi y hasta a un pariente manchego de Paco Rabal. Primero me dijo que me fuera a confesar pero luego se rió mucho y no dejó de darme palmaditas en las rodillas. Luego ella me habló de un banderillero y de un ayudante de cocina del hotel Manila, al que le había regalado una foto vestida de zíngara y al final, claro está, me habló de su madre. Entonces la señorita Cristina pidió una copita de anís, se la bebió de golpe y ahí acabó todo.
Tardé mucho en volver a la cordelería y al cabo de los años, cuando Franco agonizaba, había empezado la Marcha Verde y los moros de las Ramblas te empezaban a mirar raro, los hermanos Estellés, los cordeleros, me dijeron simplemente que la señorita Cristina ya no trabajaba allí. Les pregunté si sabían su dirección y me la anotaron, torpemente, al borde de una hoja de “El Noticiero Universal”, justo encima de las receta de los “huevos nevados”.
No fui nunca a su casa. Pero me guardé la receta, a la que le falta un trozo, que luego me inventé: se lavan y se cuecen unas espinacas en un poco de agua con sal. Cuando están hechas se pasan por un chorro de agua fría, se escurren y se pican bien finas. Se untan de mantequilla unas rebanadas algo gruesas de pan inglés, por las dos caras, y se coloca encima de cada una un poco del picadillo de espinacas, dejando un hueco en el centro en el que va una yema de huevo cruda. Se baten seis claras a punto de nieve firme y se cubren las rebanadas de pan adornándolas con unos piñones y unas pasas de Málaga sin rabo, lavadas y secas con un paño. Se fríen las rebanadas, boca arriba, en una sartén ancha y con bastante aceite, bañando las claras con la espumadera para que se doren bien. Se escurren y se sirven en un generoso lecho de berros, bien lavados y secos y adornados, alrededor, con rodajitas de naranja, para dar color.
Monday, May 21, 2007
RECEITAS
Poco después de publicar el post anterior sobre la ensalada monástica, gallega y transeuropea me encuentro con esto, que viene a redundar en la facilidad del chiste y en la fragilidad del arte. Cosas ambas si no perniciosas en sí, tópicos con los que la vida se hace aún más complicada: pero me he muerto de risa al ver reseñado en mi diario de arte favorito ese título para una exposición de arte joven que es justo eso, un chiste para soltar una carcajada. Antes de cenar.
Los tiempos nunca suelen estar para solemnidades excepto en las jornadas de reflexión, que son muchas. Aunque el albariño, el txacolí y el alella, todos más o menos blancos, le van muy bien. Y no sólo en vísperas electorales. Pero esos chistes, qué quieren que les diga, ni para las sobremesas.
Saturday, May 19, 2007
ENSALADA CÉSAR, SUSANA, LEOPOLDO
Leopoldo Nóvoa es un artista excepcional. Y aunque hace mucho tiempo que no lo veo lo sospecho, poco abrigado en París (en Nogent) o demasiado tapado en Armenteira, en Pontevedra, cerca de un monasterio benedictino, benedictino él, trabajando encerrado en su casa-escultura con sus manos entre Cuerpo Diplomático y canteiro de granito rosa.
Leopoldo, además de tener una casa como un monasterio y un oficio como de monje (y de soldado), tiene una mujer, Susana, que invita extraordinariamente a comer, hace la compra medio en francés y cocina con una mezcla, sabia, de un barrio –supongo que residencial- de Montevideo, donde nació, esa aldea de Pontevedra donde viven durante unos meses y la región de la Marne donde pasan los restantes. Y el resultado es siempre excepcional. Pero me detengo en su ensalada César, clásica en muchas mesas, sencilla y rotunda.
Se trata de una ensalada tibia a la que el aire monástico de la casa (y un buen albariño bien frío) no le viene nada mal. Susana lava la lechuga, la escurre bien, la corta en trozos no demasiado pequeños, la pone en un bol profundo, le añade unos trocitos de tocino entreverado bien fritos en un poco de aceite de oliva y la rocía con el aceite y la grasa de ese frito. Y luego, sin demasiada parsimonia –pero con unción, y sonriendo- le añade cuadrados de pan frito (costrones). Revuelve y sirve.
La ensalada Leopoldo –o Susana- es una ensalada de invierno, matizada por esa tibieza del aceite frito (¿por qué tibieza es femenino, y no tibiez?), acompasada por las gotas de lluvia, mansa, amansada seguramente por los monjes de Poio y confitada, a veces ferozmente, por la desmesura de la conversación, la promesa del canard tout simple (en su propia grasa), del trou normand con un aguardiente de ruda antes de los quesos, de los melindres de Silleda con el café y, por fin, de la visita parsimoniosa a los cuadros nuevos, esos lienzos petrificados, violentos. inmensos.
Tuesday, May 15, 2007
OLDENBURG FRUITS (& CO.)
El domingo pasado hicimos una de nuestras excursiones matinales, urbanas y artísticas barcelonesas para aterrizar, temprano, en la recién abierta (recién desperezada) Fundació Joan Miró de Barcelona para devorar, sensu estricto (o estricto sensu, como dicen los abogados) la fantástica exposición de Claes Oldenburg y Coosje Van Bruggen.
Se trata de una exposición imprescindible con piezas, muchas de ellas, que nunca habíamos visto más que en los catálogos, una impresionante galería de apuntes, esbozos y estudios preliminares y, sobre todo, una inmensa mesa, así es, con decenas de maquetas, proyectos, objetos y souvenirs, en su mayoría propiedad de los artistas, y que enseñan y conservan ese encanto de lo previo, a veces de lo improvisado pero, sobre todo, de lo íntimo.
Son muy conocidas sus obras con “esqueletos” de peras y manzanas, inmensos, sus hamburguesas de porex, sus enloquecidos desayunos basculantes de madera, lona y poliuretano, sus bodegones completos o a medio comer. Excelente todo, el montaje, la luz, las piezas históricas e incluso las recientes. Lo único que no nos gustó fue el titulo de la exposición, Escultura, potser (Escultura, quizás) porque abre un espacio nos parece que desmesurado a la duda y duda no hay ninguna. Se trata de escultura con mayúsculas, de piezas excepcionales que resumen toda una manera de hacer, desde hace tanto, y que ya forman parte desde hace mucho tiempo de nuestra galería de iconos personales (y colectivos), artísticos e incluso alimenticios. Comestibles, mejor.
La excusa de la excursión era esa y la novísima feria de arte contemporáneo Swab, de la que ya hablamos ampliamente en otro sitio, que nos dejó con hambre pero sin ganas de comer. Ya lo contaremos otro día.
La ilustración es antigua. Se trata de la pieza Ice Cream Being Tasted, de 1964, y pertenece a la Albright-Knox Art Gallery de Buffalo, N.Y. Pero la hemos puesto ahí porque nos gusta mucho: Ice cream & the Oldenburg’s sculptures. Indeed!.
Friday, May 11, 2007
SANT PONÇ
Durante todo el día de hoy, festividad de Sant Ponç, se celebra en la calle Hospital y aledaños de Barcelona la tradicional feria de productos de herbolario, plantas aromáticas, miel, frutas confitadas y caramelos para la tos, para la carraspera o para el mal de amores, que también hay.
Sant Ponç, malamente traducido como San Poncio aunque durante el franquismo se quedó en San Pons, es abogado contra las chinches y durante años los devotos vecinos del carrer Hospital, a la izquierda de las Ramblas, ponían bajo sus camas hatillos de romero y manzanilla o cuatro rosas (”les roses de Sant Ponç”) para que les libraran de los insectos y les confitaran, de paso, el sueño. San Poncio y San Cipriano, diáconos de Cartago, fueron decapitados a mediados del siglo III d.C. y los insectos hicieron el resto. En memoria de su martirio y de la piedad de nuestros paisanos vamos a adornar ese trozo de bizcocho con naranja y ciruela confitada (nuestras preferidas), a regarlo bien con almíbar y a rezarle un padrenuestro al santo para que nos libre, por lo menos, del insomnio. Que sería maravilloso.
Wednesday, May 09, 2007
EL BOCADILLO DEL CUCHILLERO
A los once o doce años empecé a sospechar que los pecados que se atribuyen a la lujuria no eran precisamente comestibles y me desengañé casi definitivamente de que José Antonio Primo de Rivera no era, precisamente, mi guía, que se trataba de un señor antiguo que se parecía un poco a mi tío Manolo, el procurador. Continuaba el divertido Bachillerato Elemental (me divertí mucho aprendiendo sobre todo latín y geografía) alineado en unos espantosos pupitres verdes de un material nuevo, la formica, esperaba sin mucha convicción la hora del recreo y pasaba frío, ese frío que hasta los escritores de la generación del 50 reconocen que ahora no existe.
Pero el recreo significaba mucho más para mi vecino de pupitre, que creo que se llamaba Josep, hijo de un cuchillero honrado y taciturno que tenía el obrador enfrente del cuartel de los bomberos. Josep guardaba durante las dos primeras y heladoras horas matinales un bocadillo exquisito, envuelto en una hoja del “Diario Español”, que iba aromatizando fantásticamente la lista de los cabos y los golfos de Europa y hasta la quinta declinación, la más rara.
En casa no me daban bocadillo para el recreo porque mi madre tenía unas ideas un tanto peculiares (más que nada anglosajonas) sobre la alimentación y me hacía desayunar té con leche, galletas y brioches con mantequilla y mermelada y estaba convencida de que era suficiente (lo era) hasta la hora de comer. Pero el bocadillo proletario y espléndido de Josep me transportaba a la otra esquina del mundo (un mundo que sólo sospechaba y que me costaba entender) con su aroma adivinado cada mañana cuando intentaba descubrir de qué se trataba, qué maravillas encerraba su llengüet o su barra de cuarto o sus inmensas rebanadas de pa de pagés.
Al final se lo preguntaba, sin mirarle, mientras la señorita Conchita, la de latín, buceaba entre la primera Guerra Civil, medio ahogada en el Rubicón, o la segunda Catilinaria. Me tapaba la boca con la mano, como si me rascara la nariz: “¿Qué?. “Avui , pa amb tomàquet i arengada” (“hoy, pan con tomate y arenque”). Y mañana, queso con anchoas. Y pasado caballa con aceitunas. ¿Con huevo duro?. Sí, con un poco de huevo duro y unas tiritas de pimiento rojo.
Estas tres variedades las conservo fielmente en la memoria, entre caballuna y piadosa, y las recreo en mi casa muy a menudo, recitando a Virgilio casi a gritos (por supuesto en latín) y algo avergonzado porque no sé si se trata de accesos de nostalgia o de sinrazón.
Sunday, May 06, 2007
DOMESTICA GLORIA
Precioso el texto de hoy de Biscuter en sus Duelos y quebrantos, que titula La lengua en salsa y que evoca "la doméstica gloria de esos paraísos", los sensoriales: "(...) estamos hechos de cocina y de palabras que se cocieron en sus ollas".
Friday, May 04, 2007
BISTECS RUSOS
Se trataba de los parientes del Este de las hamburguesas, que aún no se conocían por aquí con ese nombre, que se frieron y se volvieron a freír durante gran parte de mi infancia y que se consideraban, por lo picado y fácilmente masticador, un plato precisamente infantil. Y celebrado.
La carne picada de ternera se pasaba una segunda vez por la máquina con un poco de jamón, unas tiras de cebolla y una ramita de perejil. Luego se salaba, se le añadía un huevo entero y se amasaba bien, se pasaba por harina hasta formar unas albóndigas grandes y luego, aplanándolas, unos bistecs. Se volvían a pasar por harina y huevo y se freían en abundante aceite de oliva.
Pero conservo un aroma tenebroso del comedor del colegio. Una luz raída, de ventanas altísimas y silencio impuesto y lecturas piadosas sobre santos y santas con los miembros cortados ofrecidos a Dios como un trofeo. Mártires de nuestro propio destino, niños atados a la columna, lacerados, íbamos oliendo desde hacía rato el envés de los magníficos bistecs de casa. Era una mezcla de olores terribles de sopa de col y de verdura requetehervida y de unos bistecs rebautizados, a contrapelo, como “bistecs a la rusa”, requemados y fríos, napados ferozmente con una salsa de tomate ácida y aguada. La carne tenía un origen incierto o, por lo menos, confuso, y la tremenda cocinera del colegio se vengaba de los niños estúpidos, malcriados, temerosos hijos de la burguesía local estúpida y malcriada, con una salsa que iba a convertir el estómago en un piélago colorado y ardiente que no se iba a calmar hasta el pan con chocolate de la merienda. Una laguna tenebrosa ante la que rezaba, cultamente, el lema “Lasciate ogni speranza”.
Una monja, la madre San Alberto, pomposamente llamada “la Madre Asistente”, alta, espigada, bronceada, de origen aristocrático pero con un olor persistente e inconfundible a mandarina, nos daba unos capones con los nudillos en la coronilla ante la pasividad y la desazón de los niños, estupefactos frente al bistec a la rusa. Intacto. Al fondo un tren, más esperanzador que real, emitía un pitido lánguido y maniobrero. Al fondo estaba el patio, casi un bosque, y el sol y la estación de RENFE, para huir del colegio a cualquier sitio sin bistecs rusos ni partidos de básquet ni flores a María.
NOTAS:
1. El colegio ya no existe, devorado por la codicia inmobiliaria o simplemente por la codicia.
2. La estación de RENFE sigue ahí pero ahora me parece que incapaz de propiciar ninguna escapada seria.
3. Le dedico el texto, de corazón (un corazón entre malvado y ablandado, como los bistecs), a un antiguo compañero, J. I. B., con el que me acabo de cruzar frente a la iglesia de Nazareth y que sigue siendo tan estúpido como entonces. Más alto pero con el labio inferior como caído. Y a mi cuñada E.M., ya con el corazón en su sitio, ex alumna del mismo colegio y lectora fiel.
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