Hace unos días y en un canal autonómico de televisión hicimos una semblanza, escueta, de la crisis de la religiosidad popular de los finales 60’s y primeros 70’s a la luz del Concilio Vaticano II, con el que nos estamos poniendo un poco pesados, y de los últimos ministerios de Información y Turismo de Manuel Fraga. El Concilio se abalanzó contra las procesiones y las rogativas y don Manuel puso a la gente en la carretera rumbo a Torremolinos a mojarse los pies en un Mediterráneo todavía helado en el mes de marzo al son de una saeta retransmitida en directo y en blanco y negro desde la calle Cuna con la voz acaramelada de Jesús Álvarez.
En 1973 Víctor de la Serna publicó un artículo en la revista Gentleman, que entonces parecía tan moderna y tan atrevida, que tituló Gastronomía en la España del desarrollo y en el que arremetió contra los usos y costumbres de esa cocina internacional que tanto les gustaba a los súbditos de don Manuel en su virreinato turistil, hortera y desmayado. El artículo no es excelente pero nos recuerda una a una varias de las aberraciones al uso y al disfrute de los nuevos españoles vestidos de tergal: la vichyssoise empalagosa, la fondue bourguignonne de carnes bizarras, los tremendos surtidos de ahumados, el panaché de verduras y el cóctel de gambas.
Conservo en perfecto estado un juego de doce artefactos para ese cóctel que alborozaba sobre todo a los jovencitos, de cristal color ámbar la copa para el hielo picado y transparente el bowl que servía de túmulo funerario al lecho de lechuga, las gambas troceadas y bañadas con esa salsa rosa amarronada de mayonesa, ketchup y el imprescindible chorrito de whiskie. Los conservo como exvotos y no los uso.
Ayer estuve cenando en una especie de banquete en honor a una amiga en el retaurante de un flamantísimo y novísimo beach club no muy lejos de mi casa. El menú, seguramente carísimo, no estaba mal pero los camareros se empeñaron más en descifrarnos que en describirnos cada uno de los platos, en voz alta y sin prestarles los comensales demasiada atención, e incluso, cosa que no soporto, el orden de la ingestión: “primero el chupa-chup de queso, luego el canapé de tomate raf y después el chupito de crema de calabaza con arena de pimiento seco”. Váyase a la porra, señor mío, que la señora de al lado está mal del oído y además no le gusta que le interrumpan su conversación, extensa, minuciosa, sobre la fabada.
El peligro no está en el mimetismo sino en el no entender las cosas, en simplificarlas y después abigarrarlas. Que en una casa burguesa, la nuestra, se compraran en 1968 doce copas color ámbar para el cóctel de gambas, un aparejo francés para la fondue e incluso un ast eléctrico para los pollos era signo de modernidad postfranquista. Y no necesariamente malo. Pero como cualquiera de mis amigos me invite a cenar chupa-chups de remolacha, piruletas de salmón y gominolas de corzo con un jeringazo de reducción de Pedro Ximénez, en fin, me voy a enfadar.