“El día 9 de febrero se conmemora la muerte del estudiante caído camarada Matías Montero. Fue Matías Montero estudiante de medicina en la facultad de Madrid, inteligente, valiente y joven…” Entonces sonó un gong y en seguida los compases del himno Yo tenía un camarada. Hacía frío en la cocina, con esa manía de tener la puerta de la galería abierta durante todo el día y luego el trajín con los baldes de ropa a medio lavar, los cestos de las sábanas sucias y las enormes bandejas de mimbre con la ropa por planchar.
“Ansiaba algo que le faltaba, que le llenaba de angustia, algo que calaba muy hondo en su corazón. Quería a España con todo el ímpetu de su corazón joven, pero no a esa España sin ambición, desilusionada, separatista, injusta…” Otra vez el gong y la canción Montañas nevadas, que a mí me gustaba tanto, que se iba acallando hasta convertirse en un rumor. “Y la amaba más porque no le gustaba, como a José Antonio, nuestro fundador y Jefe Nacional, con afán de perfección. Un día se encontró con José Antonio…”, el locutor carraspeó y se quedó callado unos segundos, “se encontró con José Antonio y cambió impresiones con él, buscando ambos con excesiva vehemencia la razón de la existencia de España”.
La tata Lucía se estaba poniendo nerviosa porque la radio no dejaba de soltar una especie de pitidos y yo la hacía callar. “Vehemencia”, pensé. Menuda palabra.
“Al servicio de España ofreció su vida, encadenada para siempre a la lucha por una España mejor, lo que le valió una amenaza de muerte…” Tañían a muerto unas campanas y volvían, atropelladamente, los compases de Yo tenía una camarada.
La tata había puesto a cocer casi un kilo de judías verdes con sal, destapadas y a fuego medio. “Y el día 9 de febrero de 1934, a los diecinueve años, murió asesinado por la espalda en las calles de Madrid, al servicio de la Falange y al servicio de España”. La radio no dejaba de pitar y yo le di un golpecito en un lado. Nada. “Y al traerlo a nuestras mentes recordaremos la consigna de nuestro fundador, dicha a los pies de su tumba…” Entonces sonaba el Cara al sol tras un suspiro del locutor, entre pitidos intermitentes. “Que Dios te de el descanso eterno y a nosotros nos lo niegue hasta que recojamos la semilla que has sembrado con tu muerte”. Me estremecí mientras volvía a sonar el himno, a mayor volumen, fundido con unas campanas tañendo a Gloria: “Camarada Matías Montero, gracias por tu ejemplo. ¡Presente!”.
La tata quiso apagar la radio cuando empezó a sonar el Himno Nacional y yo me enfadé mucho. Luego escurrió las judías, un poco, las puso en una cacerola con un sofrito de cebolla y tomate, revolvió y las dejó cocer durante un rato a fuego lento. Ni ajo, ni laurel, ni gloria.
En la radio sonaba ahora Amapola y en el patio se oía el eco de un tenedor contra una escudilla, batiendo un huevo, en buen compás. Lucía colocó las judías en una fuente, las ordenó un poco y las coronó con unas tiras de pimiento asado y un poco de huevo duro cortado en rodajas, muy finas.