Wednesday, March 17, 2010

LO CONTÉ COMO PUDE


Lo conté como puede y en otro sitio. A veces, la verdad, me da la sensación de que llevo muchos años escribiendo sobre lo mismo, sobre mí mismo, aunque le ponga aliños de cocina, lo enmarque en cuadros propios y ajenos, aunque venda todo eso, comerciante, como si el mundo fuera comercio.

Que lo es. Carnal, la mayor parte de las veces, algo charcutero muchas de ellas y espiritual, por decir algo, las otras. Pero espíritu por espíritu, y déjenme Ustedes que me ponga grosero, el del vino. Ese aguardiente de ruda que probé una sola vez y hace ya muchos años para crear en mi estómago poco piadoso pero creyente (muy creyente) el trou normand antes de los quesos.

Pues eso. Antes de los quesos pasa casi todo. Estoy escuchando mi pequeña misa preferida, la de Rossini, porque le pega a la tarde cuaresmal, a mi whiskie almibarado y a ese frío que empieza a primaverar. Lo que son las cosas. Queda poco para el Viernes Santo y estoy más quieto que un palo: he puesto, por si acaso, la memoria en remojo y tengo un saquito de garbanzos de Fuentesaúco y un tarro de pimentón de la Vera cerca para que no se me olvide (jodida memoria) que hay que santificar las cazuelas como las fiestas de guardar (lo que iba a contar se queda para otro día porque me acaba de llamar mi amiga Ana, capote en ristre, desde la tierra de los garbanzos y se me ha ido el santo al cielo: las devociones, intactas).

Monday, March 08, 2010

DESPACHO DE VINOS



En un cuento antiguo e ingenuo don Pío Baroja escribió, con esa “letra menuda, firme, regular, sobre unas cuartillas cuadriculadas”, como contaba Azorín, la historia de Pachi, de mal nombre Pachi-Infierno, el amigo de un tabernero de pueblo que murió malamente de una pulmonía doble y del que su viuda heredó el despacho de vinos y siete hijos que malvivieron entre frascas de vino aguado, chatas botellas de aguardiente de hierbas, arenques secos como la mojama, polvo de la carretera y barro, mucho barro cuando se ponía a llover. Y no paraba.

Pachi era sepulturero de oficio desde que volvió de las Américas, que no hizo ni mal ni bien, sólo regular, y cuando la tabernera murió de fiebres puerperales tras el parto, viudo, de su octavo hijo, se hizo cargo de los más pequeños a los que llevó a vivir a su casita del cementerio. Y entonces plantó hortalizas entre las losas, de cualquier forma, y crecieron con tal hermosura y abundancia que un compadre las llevaba a vender cada jueves en el mercado, sabrosas, orondas, excepcionales.

El cuento, que don Pío tituló Las coles del cementerio, tiene su aquél, pero casi casi se queda sin moraleja. Y con un telón de fondo pobrecito y como aguado. Deslavado, como dice un amigo mío de las cosas insípidas y con poco color. Los caracoles que frecuentan las tapias de los cementerios suelen ser excepcionales. Y los espárragos que crecen en los muretes que están de espaldas al mar. De eso habla un poco don Pío, tímidamente, tapándose la nariz, ese poquito a pelo y el otro poco a pluma. Pero los Baroja, casi todos ellos, vinieron poco después a enmendarle la plana o a redondear el cuento. Don Ricardo con sus aguafuertes y a lo mejor don Julio Caro con sus historias. Da igual. Esta tarde ha llovido aquí de lo lindo y he pensado que le venía bien un poquito de color barojiano. De espaldas al mar. Sin coles ni espárragos ni caracoles. A lo mejor con un vinito un poco aguado y un cuento aguardentoso de verdad de don Ernesto Hemingway. Ya veremos.