Ayer día 28 se cumplieron cincuenta años de la muerte del escritor Julio Camba. Honrado articulista y perspicaz comentarista social que dejó en la prensa española, sobre todo de antes de la Guerra Civil, excelentes glosarios, como se llamaban entonces, y, además, un libro que ha traspasado las contiendas y del que, más que nada, se han extraído citas a veces hasta la saciedad.
Lo cierto es que La casa de Lúculo o el arte de comer comienza su capítulo sobre La cocina española afirmando que “está llena de ajo y de preocupaciones religiosas”. Brava cita. Pero siempre me ha sorprendido que don Julio dijera “preocupaciones” y no prejuicios o, al menos, convicciones. En 1929, fecha de publicación del libro, no era costumbre hablar de prejuicios (ni mucho menos de juicios) relacionados con la religión católica (de otras no había lugar), pero sí que el autor endilgó al lector la categoría de preocupado un poco porque sí.
A punto de proclamarse la Segunda República los garbanzos de don Benito Pérez Galdós, el olor a berzas de los patios de vecinos, las barbas de Valle Inclán empapadas en cerveza negra o el andar saltarín en pos de las mozas y de los langostinos de don Jose Pla i Casadevall eran todo lo opuesto a la vanguardia, olía (a berzas, a col, a rancio de fritos interminables) a siglo XIX y así lo hizo, o eso nos parece, hasta el Primer Plan de Desarrollo o, como poco, hasta el festival de Eurovisión de Massiel. La cocina de las fondas y de las casas españolas arrastraba, además del ajo y de la Bula de la Santa Cruzada, períodos eternos de hambre, de poca imaginación, de restos garbanceros de cien guerras carlistas, borbones exiliados, parlamentos panzudos y de mala digestión, con un toque cuartelero, ya no tan al fondo, de tortilla de un solo huevo y pescadilla que se muerde la cola.
Don Julio, desde luego, esquivó ese siglo tan largo (1808-1968) con ese afrancesamiento que tanto les gustó después a Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro e incluso a José María Castroviejo. No había otro remedio. Porque faltaba mucho para que la cocina española se quitara la capa, la espada y hasta el ajo y se atreviera a subtitular “vanguardia” a algo tan poco español como la gastronomía.
Nos gusta seguir llamándola cocina pero, qué le vamos a hacer, la gastronomía ha ganado por fin la batalla y ha vuelto a los hoteles, ha aliviado las neveras caseras y ha dado un poco más de colorido a los mercados. Y lo celebro porque estábamos aburridos, nos reconcomía la nostalgia, profunda y necia enfermedad, y parece ser (ahora me lo parece) que dábamos un cuarto al pregonero para que la posguerra no se ahogara en un caldo (ya tibio) de recuerdos mal cosidos, deshilachados.
Pero mira por donde parece que vamos a seguir. Con vanguardia, con retaguardia, con don Julio, don Néstor y el senyor Pla. Porque hay que conmemorar, somos un algo inquietos, bastante piadosos y nos gusta refregarle un diente de ajo a ese pan casi fantástico para desayunar en público. Que en privado nos da por ayunar o por ponernos a freír churros. Depende.