Contentos andan los cronistas de derechas de que Daniel Cohn-Bendit haya dicho que “comparado con Nicolas Sarkozy, el auténtico conservador soy yo”.
Van a cumplirse cuarenta años de las revueltas del Barrio Latino de París, de esa “revolución esencial” a golpe de adoquín y de Marcuse, de los encierros en la Citroën y en la Sorbona, de la huelga general, de los textos inflamados de Sartre, de la observaciones cáusticas de Buñuel, de los anaqueles vacíos en los supermercados, la flûte (o la miche, le pistolet, la couronne, le bricheton) y el p’tit salé. O poco más o menos.
Danny el Rojo acaba de publicar su Forget 68 (L’Aube, París) en una clave nada nostálgica y a modo de una reflexión que nos parece un tanto simple: llegar a pensar que Sarkozy es la conclusión de estos cuarenta años nos puede incluso asustar. Porque esperamos que no sea ni la conclusión ni el resultado ni el resumen, pero sobre todo rezamos (un poco a Marcuse y otro poco a Luis Buñuel, por si acaso) para que ese mes y ese año hayan servido para un poco más. Es bastante cierto que las libertades se “empezaron a” conseguir en Mai 68 pero también lo es que no sólo se trató de eso y que la conclusión paisajística del gobierno Sarkozy hace que se nos atragante el bocata de p’tit salé como si lo hubiera preparado la viuda de Carrero Blanco, la señora Pichot, en uno de sus peores momentos. O Yvonne Vendroux, luego Yvonne de Gaulle (“la Tante Yvonne”), viuda también desde 1970. Dicho sea como ejemplo y sin ánimo de señalar.
En ese mes de mayo de 1968, puestos a rememorar, nosotros teníamos dos años escasos más que monsieur Sarkozy. Lo que no significa mucho sobre todo porque vivíamos a este lado de los Pirineos, una lado bastante poco amable en la época, Citroën era una marca, y poco más, y la Sorbona nos sonaba a seriedad. Y también poco más. En ese mes de mayo hicimos un viaje de fin de bachillerato, con quince años sin cumplir, a lo que entonces se llamaba “la Cornisa Cantábrica”. Desde Gijón hasta Donosti, más o menos. Los guías de la excursión fueron, a partes iguales, el profesor de Formación del Espíritu Nacional, al que esperamos que Dios le haya dado su merecido, y el de Educación Física, al que le deseamos más o menos lo mismo. Si es que se merecieron algo. En Santander, y coincidiendo con una fiesta que no logro recordar, asistimos, como plato fuerte del viaje, a un desfile de las Fuerzas Armadas un poco escaso pero sí recuerdo que enfervorizado. Delante de mí y de mis compañeros un señor que llevaba una camisa azul de Falange y un gorrillo cuartelero al bies, con una borla amarilla que se balanceaba, al que le faltaba un brazo (el izquierdo) y ornaba su pecho con diversas y floridas condecoraciones, cruces e insignias, se arrodilló de repente, al paso de la bandera nacional, e irguió su único brazo en un saludo a la romana mientras gritaba, con los ojos cerrados, un ¡Arriba España! estentóreo que nunca he logrado olvidar.
Más tarde, en un albergue de la Organización Juvenil Española, el brazo amansado e infantil de la Falange, comimos arroz con pollo, ternera en salsa y de postre, natillas. El mes de mayo de 1968 seguramente fue caluroso pero, a este lado, poco más. Muy poco más.