Sunday, August 26, 2007

INSALATA BASSANI, OSSOBUCO MONTALE, BEIGNETS LAMPEDUSA




El otro día me quedé corto. Estaba demasiado borracho de polvo, de escarapelas tricolor y de historia de la Italia moderna por culpa de haberme leído por enésima vez Il Gattopardo, traducido (“ma non tradito”), en una sesión vespertino-nocturna larga y, aunque acostumbrada, agotadora, Sólo dejé el último capítulo, muy corto, para cuando me despertara: como si el príncipe de Salina se fuera a morir en mis brazos plebeyos y siglo XXI, un siglo en el que me voy moviendo a duras penas. Lo que son las cosas.

No me gustaba, ni me gusta, la foto que puse de la película de Visconti. Y, además, tampoco es el visconti que más me gusta. Prefiero mil veces la decadencia fatal de Ludwig, quizás la más operística o, sobre todo, el Gruppo di famiglia en un interno que en España tradujeron estúpidamente como Confidencias, como si Visconti hubiera hecho otra cosa: retratos de familia, noble o plebeya, en interiores (o en lugares poco ventilados). Ahí si que Burt Lancaster dejaba caer sus manazas sobre las sábanas, mirando al techo, en una de las mejores expresiones actorales de la historia del cine, pour le moment: desolado, en su habitación minúscula tras la biblioteca, tendido en su cama imperio, abandona las gafas doradas sobre el libro, suspira y levanta las ojos hacia la turbación.

Encima, uno de nuestros interlocutores virtuales preferidos, Despertaferro, me daba lacónicamente en un comentario la noticia de la muerte del viejo sindicalista y antiguo partisano Bruno Trentin y entonces sí que comprendí que no había sido un buen día para hablar de borbónicos y de saboyardos, de langostas con coronas de caviar o de montes nevados asaeteados por cien mil alfóncigos.

Lo cierto es que tenía guardada una preciosa acuarela de Sorrento y hoy, aunque no venga al caso, la pongo para ilustrar “questo lamento” de mi pasada borrachera lampedusiana. Ebriedad, le hubiera gustado decir al príncipe. En la cabeza llena de soles, de carros (de carros de fuego, también), de polvo, de calesas, de batallas insinuadas de los garibaldianos contra el ejército borbónico, de reliquias, que es lo que se propone Lampedusa, en esta cabeza tan influenciable y tan dada a las conmemoraciones ajenas (las propias no cuentan) faltaba el origen, hablar del origen de la novela, que es lo que realmente me gusta.

Me gusta Bassani sobre todo, y desde hace muchos años. Y no tiene nada que ver con la cocina, mejor para él. Giorgio Bassani me cautivó en los 70 primero, como es natural, por El jardín de los Finzi-Contini, que transformada un poco atropelladamente en película por Vittorio De Sica (aunque Bassani colaborara en el guión) nos conmovió a los jovencitos. Nos cautivó Dominique Sanda, nos sedujo sobre todo Fabio Testi, “tropo piloso” para la Sanda, tan ambarina, y nos estremeció un poco la historia. Un poco. Luego leímos bien a Bassani, los cuentos, Lida Mantovani, las historias “ferrarese” y, sobre todo, Gli occhiali d’oro, ya en italiano y comprada ¡en Londres!, donde habíamos descubierto al escritor: en un cine fantástico que había cerca de Charing Cross (cerca de la librería Foyle’s, pues) enorme, con programa doble y en el que se podía fumar.


Todo el mundo que ha leído el libro, casi el único, de Lampedusa, sabe que fue Bassani el que descubrió al príncipe y el que procuró la edición del libro. El que lo editó, vamos. La historia es bonita. Bassani acudió al balneario de San Pellegrino, la conocida ville d’eau lombarda, a una reunión de escritores en el verano de 1954 con motivo de presentar a los veraneantes una serie de promesas (“esperanzas” dice Bassani) de las últimas generaciones literarias. Y de las “penúltimas”.

Uno de ellos, apadrinado por Montale, era el barón Lucio Piccolo, que viajó desde Sicilia en tren acompañado de un primo suyo, el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y de un criado “bronceado y robusto como un macero” que no les quitó la vista de encima. Los primos, silenciosos y taciturnos, se pasearon durante dos días por el Kursaal vistiendo trajes oscuros, con chaleco, apoyándose en sus bastones con empuñadura de plata y fumando cigarrillos turcos. Cinco años después una amiga napolitana de Bassani le llamó para que leyera un manuscrito que le parecía muy interesante y que habían rechazado dos de las más conocidas editoriales de entonces y de ahora, Einaudi era una de ellas, y Bassani, tras alguna llamada, descubrió que era obra del taciturno príncipe siciliano, fallecido un año antes con dudas aún sobre su redacción que había durado tan sólo un año.


El menú de hoy es un menú literario, no demasiado empalagoso (¡nada empalagoso!), porque sí, porque es domingo y porque mejor titular mis platos con mis devociones que dejarlos anónimos. Porque, además, nunca me atrevería a escribir un risotto, por ejemplo, Cesare Pavese, ni menos una pasta, como tampoco unos scallopini Italo Calvino, Dios nos libre. No es que la cocina no sea una cosa seria, que sí que lo es, sino que a la hora de bautizar platos, mejor los músicos. Así que le dedico esta larga perorata a Mar Calpena, que tan bien escribe, sobre todo, y a Starbase, que me lee y se lo cree. Ambos en catalán.

Thursday, August 23, 2007

AMAMI, ALFREDO



Giuseppe Tomasi, duque de Palma y de Montechiaro, príncipe de Lampedusa tenía la mirada firme, el mentón caído, la sonrisa fácil y la pluma espléndida. Murió en Roma en 1957 sin ver publicada su novela Il Gattopardo, una de las mejores del siglo XX y, seguramente, del siglo XIX.

Hace unos días el mundo literario ha conmemorado el cincuentenario de ese fallecimiento lento, lejos del Monte Pellegrino. Su personaje, él mismo, el príncipe Salina, había muerto, en su novela, postrado en un hotel delante del mar, sin tiempo para llegar al palazzo tras haber viajado por las Dos Sicilias, después de comulgar sin levantar los ojos y pasando una revista final, por ese orden, a sus haciendas, su mujer, sus hijos, su sobrino, caro Tancredi, y sus perros.

Visconti hizo el resto (y un poco Burt Lancaster y otro Alain Delon y Nino Rota con la música y Piero Tosi con los vestidos) y la memoria ha querido olvidarse (porca!) de la ironía, la elegancia, el tempo estricto y maravillosamente novelístico del palermitano para recordar la sonrisa de Claudia Cardinale (un poco tosca, perfecta), las manos enormes de Burt Lancaster y ese rugir de sedas y de organzas al que Visconti obligaba a “hacer sonar”. Y bastante polvo, que lo hay en ambas, en la novela y en la película.

En el baile de los Ponteleone, que ocupa todo el capítulo VI, aparece el segundo momento gastronómico, perfecto y colorido, culto y refinado, de la obra. Tras los primeros bailes el príncipe se acerca al buffet servido en una larga mesa decorada con los doce candelabros vermeil que el abuelo del anfitrión había recibido como regalo de la corte española al finalizar su embajada en Madrid: “(…) coralinas de langostas hervidas vivas, céreos y gomosos los chaud-froid de ternera, de tinte de acero las lubinas sumergidas en suaves salsas, los pavos que había dorado el calor de los hornos, los pasteles de hígado rosado bajo las corazas de gelatina, las becadas deshuesadas yacentes sobre túmulos de tostadas ambarinas (…) las gelatinas de color de aurora y otras crueles y coloreadas delicias”. Pero el príncipe rechaza todas esas crueldades (¿hay algo más terrible que la “bécasse sur canapé”? ¿las alondras al champagne?), Salina se acerca a las tables à thé con los postres y suspira, feliz, ante los Monte Bianchi de nata, los beignets Dauphin, las montañas de profiteroles con chocolate (“pequeñas colinas”, dice) y algo espléndido e intraducible: los “Triunfos de la Gula”, verdes de pistachos, los alfóncigos sicilianos. El príncipe se ha hecho mayor. Y ghiotonne.

Dos años antes, en plena revuelta garibaldiana, la familia viaja al final del tórrido verano hasta el palacio de la aldea de Donnafugata, en el interior de la isla. El viaje por caminos polvorientos, abrasados por el sol, ha durado varios días y el polvo milenario no hace más que impedir los fru-frús de las telas, sucias las sargas, ajados los botines, acartonadas las sonrisas y las bromas, acalladas. En el palazzo espera una cena esplendorosa (los cocineros han llegado dos días antes), meridional, rococó como la sala, como el pasado, incluso como el recato de las mujeres o la altivez de los hombres: un altísimo timbal de macarrones llevado por dos criados con librea sobre una enorme bandeja de plata. Y ahí, nuevamente, el rumor de los olores (y el olor de los rumores). “… El oro bruñido de la costra tostada, la fragancia de azúcar y canela (…) los menudillos de pollo, los huevos duros, las lonchas de jamón, los pedazos de pollo y el picadillo de trufa en la masa untuosa, muy caliente, de los macarrones cortados, cuyo extracto de carne daba un precioso color gamuza”

Poco antes de la cena, recién lavados y a pie, el príncipe y su familia habían acudido a la parroquia, según costumbre ancestral, para escuchar un Te Deum. El organista, Ciccio Tumeo, compañero de caza del príncipe, nada más abrirse las puertas a Su Excelencia había acometido, furioso, los primeros compases del Amami, Alfredo.

Wednesday, August 15, 2007

BALADA DEL SOL Y DEL ESCABECHE



El 15 de agosto, festividad de Nuestra Señora, día de calor donde los haya, día de solaz y esparcimiento, solía acabar con una tormenta, después de la procesión y en medio del baile, que hacía trizas los tingladillos, distraía a la orquesta, remojaba las tiras de papel y las guirnaldas, asustaba a las madres, embravecía a los mozos y enamoraba aún más a las mozas. Se había comido mucho ese día y la digestión solía prolongarse con anís y tejeringos, según la zona, o con licores más espirituales y la esperanza puesta en Adela, la de la confitería, y Adela en Andrés, el del quiosco.

Juan Antonio Gaya Nuño fue un prestigioso historiador del arte cuando la palabra crítico aún estaba mal vista o por lo menos poco usada para los menesteres comentaristas en la prensa. En la época de Gaya Nuño (Tardelcuende, Soria, 1913-Madrid, 1976) los historiadores del arte escribían crónicas que casi siempre eran “acertadas”, cuando se trataba de una buena crítica, o “certeras” cuando ponían a caldo al pobre artista. Pero Gaya Nuño era un escritor serio que publicó una preciosa guía de los museos españoles, una fantástica Historia de la mendicidad, otro tomo espléndido sobre La arquitectura española en monumentos desaparecidos y varios tratados más sobre arte europeo del XIX y del XX.

Vivió en Madrid pero volvió a su Soria natal seguramente a recordar a Adela (o a Mari Carmen o a Asunción), a refrescarse con las tormentas de agosto y a rebañar los platos de escabeche, apurando bien los recuerdos, las migas de bonito y los hilillos de tomate, con el caletre, como él decía, bien despejado. Y escribió entonces un relato corto, una especie de crónica, del que seguramente ya nadie se acuerda, El santero de San Saturio, que publicó en 1965, las buenas gentes de Austral la reeditaron, aunque un poco a las bravas, en 1986 y no sé si hay alguna edición más. Allí viaja entre el Duero y la ermita, junto a los pedigüeños, los poetas, los estoicos y los labradores, que muchas veces son la misma cosa, abre latas de escabeche, esquiva los versos de don Antonio Machado (o los recita, en tropel) y va de fiesta en fiesta desde San Antonio al día de la Virgen, tal día como hoy, pasando por el sagrado San Juan de los sorianos, fiesta de toros, de vino, de tambor, de bombo y de escabeche.

Olía bien la ermita desde buena mañana, al alguacil, que le traía a la mujer del alcalde una caja de galletas, finas, le muerde un perro, le hace un costurón en la levita y los mozos estallan en grandes risotadas, dándose codazos. El sol cae de lleno y el agua del Duero, caldo de pollo, parece que no se mueva: “Hora de la comilona. Tortilla de escabeche, jamón con tomate, cordero con pimientos, cochinilla frita, cangrejos, ensalada de pepinos y tomates con más escabeche, pollo, higos, flores de harina frita, arroz con leche, copas de anís escarchado”. Y acaba: “Mucho vino y mucho pan blanco”. A la sombra de los álamos Adela se ha arremangado la falda, un poco, por debajo de las rodillas, y se ha sentado sobre un pañuelo a cuadros. A Adela le gusta el anís y con un poco de agua fresca, mezclándola, se ha hecho una palomita. Cauta y volandera.

Wednesday, August 08, 2007

REPETIMOS



La cita de Amiel (Henri Frédéric Amiel, 1821-1881) extraída de sus espléndidos diarios. Escribe el 4 de julio de 1877: “El diario íntimo (…) no es más que una pereza ocupada y un fantasma de actividad intelectual”.

Las vacaciones intelectuales son demasiado largas, en España, y la pereza ocupada es ese otro fantasma que nos hace trascender entre la sardina y el boquerón, al borde del mar de gazpacho, embravecido, o de la ensalada de vieiras, algo más calmada. Ese borde, del que alguna noche como ésta nos sentimos tan orgullosos, debería de estar prohibido. Intelectualmente.

Pero no.

Wednesday, August 01, 2007

LA BELLA NAPOLITANA




Ignasi Doménech fue un gastrónomo prodigioso al que seguramente se le sigue haciendo caso aunque en claves un
poco obtusas y no siempre respetuosas. Pero nos acabamos de encontrar con sus espinacas “a la Bella Napolitana” que no son un prodigio ni de literatura ni de culinaria pero que comparten el título con un espantoso solomillo bávaro “a la bella napolitana” (sic), con un cuadro espléndido de Domenico Morelli que nos sirve de ilustración y con nuestras ganas de escribir.

Dice el senyor Doménech: “Estant els espinacs una mica cuits i escorreguts d'aigua, es saltegen en una paella amb oli i mantega, una cebeta trinxada, uns trossets de fetge de pollastre, algunes panses de Corinto, bolets, julivert, vi blanc, sal i pebre. Han de quedar una mica secs, però sucosos".

Y no nos queda más que traducir: “Una vez las espinacas poco cocidas y bien escurridas se saltean con aceite y manteca, una cebolleta trinchada, unos trocitos de hígados de pollo, unas cuantas pasas de Corinto, setas, perejil, vino blanco, sal y pimienta. Tienen que quedar secas pero jugosas”.

¡Bendito sea!. Hígaditos de pollo, setas, como si tal cosa, y a lucirse con la Bella Napolitana coronada de espinacas, como un cuadro de Archinboldo, para celebrar este agosto sin setas (y sin espinacas).