
El otro día me quedé corto. Estaba demasiado borracho de polvo, de escarapelas tricolor y de historia de la Italia moderna por culpa de haberme leído por enésima vez Il Gattopardo, traducido (“ma non tradito”), en una sesión vespertino-nocturna larga y, aunque acostumbrada, agotadora, Sólo dejé el último capítulo, muy corto, para cuando me despertara: como si el príncipe de Salina se fuera a morir en mis brazos plebeyos y siglo XXI, un siglo en el que me voy moviendo a duras penas. Lo que son las cosas.
No me gustaba, ni me gusta, la foto que puse de la película de Visconti. Y, además, tampoco es el visconti que más me gusta. Prefiero mil veces la decadencia fatal de Ludwig, quizás la más operística o, sobre todo, el Gruppo di famiglia en un interno que en España tradujeron estúpidamente como Confidencias, como si Visconti hubiera hecho otra cosa: retratos de familia, noble o plebeya, en interiores (o en lugares poco ventilados). Ahí si que Burt Lancaster dejaba caer sus manazas sobre las sábanas, mirando al techo, en una de las mejores expresiones actorales de la historia del cine, pour le moment: desolado, en su habitación minúscula tras la biblioteca, tendido en su cama imperio, abandona las gafas doradas sobre el libro, suspira y levanta las ojos hacia la turbación.
Encima, uno de nuestros interlocutores virtuales preferidos, Despertaferro, me daba lacónicamente en un comentario la noticia de la muerte del viejo sindicalista y antiguo partisano Bruno Trentin y entonces sí que comprendí que no había sido un buen día para hablar de borbónicos y de saboyardos, de langostas con coronas de caviar o de montes nevados asaeteados por cien mil alfóncigos.
Lo cierto es que tenía guardada una preciosa acuarela de Sorrento y hoy, aunque no venga al caso, la pongo para ilustrar “questo lamento” de mi pasada borrachera lampedusiana. Ebriedad, le hubiera gustado decir al príncipe. En la cabeza llena de soles, de carros (de carros de fuego, también), de polvo, de calesas, de batallas insinuadas de los garibaldianos contra el ejército borbónico, de reliquias, que es lo que se propone Lampedusa, en esta cabeza tan influenciable y tan dada a las conmemoraciones ajenas (las propias no cuentan) faltaba el origen, hablar del origen de la novela, que es lo que realmente me gusta.
Me gusta Bassani sobre todo, y desde hace muchos años. Y no tiene nada que ver con la cocina, mejor para él. Giorgio Bassani me cautivó en los 70 primero, como es natural, por El jardín de los Finzi-Contini, que transformada un poco atropelladamente en película por Vittorio De Sica (aunque Bassani colaborara en el guión) nos conmovió a los jovencitos. Nos cautivó Dominique Sanda, nos sedujo sobre todo Fabio Testi, “tropo piloso” para la Sanda, tan ambarina, y nos estremeció un poco la historia. Un poco. Luego leímos bien a Bassani, los cuentos, Lida Mantovani, las historias “ferrarese” y, sobre todo, Gli occhiali d’oro, ya en italiano y comprada ¡en Londres!, donde habíamos descubierto al escritor: en un cine fantástico que había cerca de Charing Cross (cerca de la librería Foyle’s, pues) enorme, con programa doble y en el que se podía fumar.
Todo el mundo que ha leído el libro, casi el único, de Lampedusa, sabe que fue Bassani el que descubrió al príncipe y el que procuró la edición del libro. El que lo editó, vamos. La historia es bonita. Bassani acudió al balneario de San Pellegrino, la conocida ville d’eau lombarda, a una reunión de escritores en el verano de 1954 con motivo de presentar a los veraneantes una serie de promesas (“esperanzas” dice Bassani) de las últimas generaciones literarias. Y de las “penúltimas”.
Uno de ellos, apadrinado por Montale, era el barón Lucio Piccolo, que viajó desde Sicilia en tren acompañado de un primo suyo, el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y de un criado “bronceado y robusto como un macero” que no les quitó la vista de encima. Los primos, silenciosos y taciturnos, se pasearon durante dos días por el Kursaal vistiendo trajes oscuros, con chaleco, apoyándose en sus bastones con empuñadura de plata y fumando cigarrillos turcos. Cinco años después una amiga napolitana de Bassani le llamó para que leyera un manuscrito que le parecía muy interesante y que habían rechazado dos de las más conocidas editoriales de entonces y de ahora, Einaudi era una de ellas, y Bassani, tras alguna llamada, descubrió que era obra del taciturno príncipe siciliano, fallecido un año antes con dudas aún sobre su redacción que había durado tan sólo un año.
El menú de hoy es un menú literario, no demasiado empalagoso (¡nada empalagoso!), porque sí, porque es domingo y porque mejor titular mis platos con mis devociones que dejarlos anónimos. Porque, además, nunca me atrevería a escribir un risotto, por ejemplo, Cesare Pavese, ni menos una pasta, como tampoco unos scallopini Italo Calvino, Dios nos libre. No es que la cocina no sea una cosa seria, que sí que lo es, sino que a la hora de bautizar platos, mejor los músicos. Así que le dedico esta larga perorata a Mar Calpena, que tan bien escribe, sobre todo, y a Starbase, que me lee y se lo cree. Ambos en catalán.