
No son cosa mía ni mucho menos. Ni mi amigo Pep es torero pero a veces se le tuerce algo por culpa de las perdices. Va por tí.
Se me aparecieron por primera vez en la emérita Guía del buen comer español de Dionisio Pérez, conocido en el mundo periodístico como Post-Thebussem, que publicaron los Sucesores de Rivadeneyra para el Patronato Nacional de Turismo en 1929 y de la que siempre presumo de que tengo un ejemplar con un sello azul, estampado a mano, encima del logotipo (entonces no se le llamaba así, sino “marca” y después “anagrama”) del Patronato y que ostenta (e igual presume) de la leyenda “REPÚBLICA ESPAÑOLA” en la portada, en la portadilla y en dos de las páginas interiores. Se trataba de una guía de la que se debieron de imprimir muchos ejemplares en los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, en los últimísimos, y que luego la República heredó y distribuyó gratuitamente desde las oficinas de turismo y de “atracción de forasteros”, que así se llamaban, y que después desaparecieron con el fragor de los tiempos y las refriegas de otros forasteros muy poco turísticos que frecuentaron la península durante unos años, tres por lo menos.
La guía es muy conocida y no por ello menos espléndida, consultadora y escrita con una precisión y una soltura completamente actuales. De cuando se escribe con precisión y con soltura, vamos. Don Dionisio era buen escritor, buen comensal (eso dicen) y presidente honorario de la Asociación Profesional de Cocineros de Cataluña. Viajero, buen conocedor de las cocinas peninsulares, novelista mediano y autor de un Recetario de Órdenes Religiosas que nunca he logrado dar con él. Cuando en su libro nos habla de la cocina andaluza y anda en los alrededores de Jerez recoge la receta de las perdices de manos del anónimo autor del Nuevo Arte de Cocina (Barcelona, 1892) y que. según él, “han hecho inolvidable el nombre del célebre matador de toros José Redondo el Chiclanero, que era, no sólo un delicado goloso, sino un practicante afortunado del fogón y un manejador hábil de peroles y sartenes.” Ahí va la receta:
“Tómense algunas anchoas y unas lonjas de tocino, píquense con los menudillos de las aves, rellenando completamente con esta masa el cuerpo de las perdices; colocadas éstas en una cacerola, se rodean de tomates y pimientos cocidos y pelados, con sal, pimienta y perejil. A la media hora de cocción se añade medio vaso de vino blanco, y al cabo de otra media hora se saca del fuego la cacerola para servir las perdices calientes con unas lonjas de jamón muy delgadas y fritas aparte.” Tout simple.
El marqués de Estella debía de ser aficionado a la caza, no sé si a practicarla pero seguro que se sonreía al verla en el plato con el picadillo de anchoas y tocino. Don Manuel Azaña las comía asadas y servidas sobre una hoja de vid. A don Indalecio no le gustaba la caza. Pero a Millán Astray sí. Y a Yagüe. Y a un servidor, que la historia que no conoce, se la inventa. En honor de mis amigos (Pep, a millorar-se).
Nota: La ilustración corresponde al conocido cuadro de Tiziano Venus y Cupido con una perdiz que se conserva en los Uffizi.