
Se me hecho tarde tonteando con el ordenador, intentando llamar a quien no debía, dejándome llevar por una noche sosa y más bien magra y resulta que ya es viernes, que me debo poner a dormir como quien pone algo que no es suyo, como quien cumple un deber pero sigue desobedeciendo las órdenes.
Y resulta que tenía ganas de escribir. He repasado los cientos de papeles que me abruman, las citas pegadas por las paredes, los libros en equilibrio aparente, los recetarios resobados, los textos iniciados y luego desechados, las fotos de los amigos, las de los animales y las de los objetos. Después me he tropezado con una carpeta, con esa carpeta, y he recordado lo que tengo que escribir por obligación y no hay manera.
Entonces me he puesto a repasar, porque esto es un blog de cocina porque me he obligado a que lo sea pero también porque me gusta. Y han aparecido unas Patatas rellenas sin ninguna gracia, que claramente no la tienen, y luego una Greixonera d’albergínia que a lo mejor sí, puede ser que tenga gracia además de una especie de bechamel espesa, una brumosa historia de invierno en Ibiza mezclada, que ya es mezclar, con un recetario de cocina isleña del sigo XVIII del que es autor un fraile agustino, piadoso y testarudo. Pero ni por esas.
He estado a punto de poner en marcha unos Guisantes salteados Charito Pallejá, niña prodigio, un Guiso de lentejas con mala conciencia, unos Huevos María José Alfonso, actriz y hasta una Anguila en salsa verdigrís aunque al final he dudado del título. Me he pasado casi una hora dudando de todo, encendiendo algún cigarrillo de más y preocupado porque el teléfono ha seguido sin sonar. Sigue sin sonar.
Por eso le dedico a esa niña anónima, española y seguramente piadosa, mi confusión nocturna, mis pocas ganas de acostarme (con miedo de no dormirme) y un Elogio del membrillo y del queso de Arzúa que seguramente escribiré otra noche. Más templado.