El pasado día nueve se cumplieron cien años del nacimiento de Cesare Pavese y aunque las efemérides no sirven para casi nada al menos me han hecho mover el culo y abrir Il mestiere di vivere por una de las páginas que tengo señaladas. El ejemplar, traducido, que me envió desde Compostela Coco Valdés hace ya bastantes años, quizás porque lo había perdido (o porque me lo había robado él mismo), está señalado y subrayado hasta el delirio, que es una palabra con la que suelo disfrazar la neurosis (la neurosis del lector neurótico, la del mal entendedor al que le no bastan pocas palabras sino que necesita muchas).
Ahí, anotado el quince de septiembre de 1946, aparece ese “hay un solo placer, el de estar vivos, y todo lo demás es miseria”. Pero luego no sé por qué se quitó ese placer tan abruptamente, a pesar de que lo intenten explicar los biógrafos y demás gente de mal vivir. Que no de vivir mal.
Esta noche no voy a leer a Pavese. No voy a leer nada, en su memoria. Voy a esperar pacientemente a que suenen las doce y aparezca Octubre vestido de moho, espléndido, con boletus y trufas blancas a sus pies y una corona que, a lo mejor, es de cuentas de marron glacé.