Monday, April 05, 2010

FLOR DE SANTIDAD


Hace unos años y en un día como este o bastante parecido, un Lunes de Pascua, volvíamos del Reino de León con las nubes en el cogote, el alma algo descompuesta y la esperanza puesta en una primavera que no es que no acabara de llegar, es que parecía que nunca tendría lugar. El estómago seguía prieto por los estragos, los intestinos varios parecían rugir (y lo hacían) y paramos a comer porque era la hora y porque había que entretener si no al hambre a las ganas de parar.

Era un pueblo pequeño, medio subido en una colina, retrepado, con una iglesia en lo alto, claro está, y una fonda bastante limpia pero con un abandono de lunes, el mostrador vacío, la dueña bostezante, la camarera con los pies enfundados en unas zapatillas a cuadros, arrastrándolos, la carta corta, cantada, mínima, demasiado estricta y algo pascual: comimos chuletas de cordero con pimientos asados y antes una sopa boba, surcada de estrellitas de pasta que convivían no muy felizmente con hilachas de carne de gallina y sus lunas de grasa, danzando por el plato, también.

Después llegó la hora de estirar las piernas sin alejarse mucho del coche pero, lo que son las cosas, llegamos hasta la iglesia que tenía la puerta entreabierta y una muchacha con un pañuelo rosa en la cabeza nos dijo que podíamos pasar, que ya había limpiado bien después del trajín de la Semana Santa. La iglesia estaba a oscuras y tan solo se filtraba un haz de luz por un vitral pequeño, en el ábside, una luz entre azul y anaranjada, polvorienta e inquieta, como las luces de las iglesias cuando vienen de fuera, que parece que no se atrevan a entrar pero luego lo hacen de golpe. Y entonces me pareció que se movía un San Juan y después La Magdalena, y la Dolorosa pestañeó, estoy seguro, con su manto de diario y su corona de latón dorado.

Salí corriendo pero no conté nada, con las chuletas atravesadas entre el miedo y el frío de las tres de la tarde y el sol engañoso del mes de abril. Me acabo de acordar de todo esto y he buscado entre las páginas del libro de don Ramón María, que siempre son buena lección y mejor consuelo. Y he encontrado la cita y se me ha acomodado el cuerpo, se me ha asentado, mejor que con una sopa de letras o de fideos o de perdigones con el fondo oscuro: “(…) aquella devoción medrosa que se experimenta a deshora en la paz de las iglesias, ante los retablos poblados de santas imágenes: Bultos sin contorno ni faz, que a la luz temblona de las lámparas se columbran en el dorado misterio de las hornacinas, lejanos, solemnes, milagrosos.”

A don Ramón María o a sus peregrinos a Compostela también se les iban moviendo los santos según pasaban, o eso me parece recordar, porque es lo que tienen las luces y las sombras o los misterios de las sobremesas, esas ensoñaciones entre piadosas y sensuales que tan bien conocen los canónigos y los registradores de la propiedad.