Tuesday, August 29, 2006



DRY MARTINI PARA MI HERMANA MARTA, QUE NUNCA LEE MI BLOG

Con los relatos de Patricia Highsmith me ocurre casi lo mismo que con los cuentos de Hergé, “Las aventuras de Tintín”, que no puedo leerlos (releerlos, siempre) sin situarlos exactamente en la década, del pasado siglo, en la que ocurren. De situarlos en su momento. Los detalles “visuales” de Patricia (los coches, las bebidas, el color de las mantelerías, el de los vestidos, la piel de los zapatos) me dejan emplazar las sucesivas escenas con el ambiente, exacto, de la época.

Los últimos años cuarenta de “Strangers on a train”, y sin necesidad de recurrir a la fantástica película de Hitchcock, discurren entre los macizos de lirios del jardín de los Faulkner, los padres de la segunda (¡la definitiva!) esposa de Guy Haines, los vestidos de la propia Anne (sobre todo uno de tafetán gris con un dibujito azul), las corbatas y el abrigo de Charley Bruno y las cortinillas rosa y blanco y el menú mismo del Mario’s Villa d’Este: hígado a la plancha y huevos a la benedicta, dos, no diría que obsesiones pero sí constantes en los libros de la Highsmith. Probablemente a nuestra “vieille damme” le encantaban ambas cosas. O a lo mejor las detestaba. Aunque seguramente se trata de la eterna dualidad del individuo de la que Patricia hace teoría, práctica y asunto (trama) de la mayoría de sus textos. Los dos protagonistas, Bruno y Guy, aparecen desdoblados a su vez. El bien y el mal. Conviviendo, como en un menú: el hígado a la plancha y los huevos a la benedicta.

Los grandes comparsas, los verdaderos, omnipresentes y brillantes comparsas de los crímenes y de los menús, son, siempre, las copas. El scotch, sobre todo, algo de bourbon, una petaca llena de cognac Napoleón y, para empezar, como es natural, los cocktails. No es tan cierto que Bruno y Guy discutan sobre el martini. En realidad es Bruno el que lo hace con Sammie Franklin, un pretendiente de su madre, al que empuja por la barandilla de la terraza de la casa de su abuela. Por culpa de los martinis. De su composición y de su sequedad.



Hay una anécdota, seguramente apócrifa pero atribuida a otro bebedor histórico, Ernest Hemmingway, quien, dicen, defendía que para conseguir un martini realmente seco había que beber directamente de la botella de ginebra, a gollete, mirando fijamente la de martini. Hemmingway, ya se sabe, prefería beber de la botella, y lo hacía con el peor brandy español en su barrera de las tardes de San Fermín o en la de Ronda, el 9 de septiembre, con un Dominguín a cada lado. O a lo mejor me lo invento. El sol de agosto y la memoria herrumbrosa y parafascista de César González Ruano en su “Diario íntimo”, terrible testimonio de la decadencia humana e intelectual al que acudo de vez en cuando para refrescar la mía, mi memoria tibia y cincuentona, nos traen a un Hemmingway tembloroso, dando traspiés por la escalera del piso madrileño de Pío Baroja el día de su muerte. Llorando. Por culpa del brandy o, a lo mejor, por culpa de la literatura



Para conseguir un verdadero dry martini no hace falta ser ni tan radical como don Ernest Hemmingway ni tan hortera como los barmen de la cadena Tryp Sol, o al menos alguno de ellos, muy aficionados a inundar una copa poco fría de martini blanco dulce, bautizarla con ginebra Beefeater para luego coronarla con una incomodísima espiral de corteza de limón pinchada junto a una aceituna. Ni tan puntilloso como los devotos de don Perico Chicote (esas tres gotas, tres, de martini seco y esa gota única e inútil de angostura) ni tan estrecho de miras como alguno de mis amigos que a la sequedad de la ginebra suelen aunar la de ciertos rasgos de su carácter (perdón, Johnny).

Para elaborar un auténtico dry martini no hay que conseguir ni demostrar nada ni ser nada especial. Sólo hay que estar un poco atento, eso es todo. Además, hay que disponer de copas heladas, de copas “de martini” heladas, ni muy altas ni muy bajas y con una hermosa boca. Una buena ginebra seca que tampoco sea muy perfumada, como la Gordon’s (a mí me gusta la catalana Giró, pero sirve cualquier otra), que tampoco está mal tenerla en la nevera, añadirle, encima, un leve chorrito de martini blanco seco y dejar que flote en la copa un mínimo trozo de corteza de limón pinchado junto a una aceituna rellena de anchoa. Con esa banderilla se mezcla ligeramente el contenido de la copa, dos vueltas, y se bebe en apenas tres sorbos. Digamos que tres sorbos y una buena compañía son suficientes.

Otra cosa es el dry martini solitario. “Los” dry martini, porque deben ser un mínimo de dos para que se aclaren las ideas y luego se pueda, por ejemplo, iniciar una pelea con tu mejor amigo o llamar a tu amante lejano para desearle las buenas noches o ponerse a escribir cosas como ésta. Se trata, evidentemente, de martinis nocturnos. Y siempre para antes de la cena. Si se cocina con verdadera afición dos copas serán suficientes. Si se hace con desgana es mejor tres. Si el o la amante son propensos al insomnio es mejor llevarse la tercera copa, ya un poco más lenta, a la mesita del teléfono y, por fin, si se va a poner uno frente al ordenador es mejor cenar antes.

Esos martinis solitarios tampoco hace falta que sean tan secos. Yo los complico con partes iguales de ginebra y de martini, con dos aceitunas y con dos gotas, además, de limón. Aunque todo esto, como el objeto de la discusión de Bruno y Guy o la opinión, que la tenía, de Patricia, es tan relativo, casi tan relativo, como la religión. Tan relativo como que a estas horas, tan tarde, he dejado dos muslos de pollo a descongelar para elaborar una diabólica ensalada llena de buenas intenciones (y de pimienta y además curry y vete a saber), y no tengo ni una gota de martini. A mi lado tintinea, erguida, fantástica, una copa de vino clarete de la Terra Alta que, si no hace las veces, me va a venir a reconciliar, digamos, con mi propia religión.