Wednesday, October 11, 2006

BESUGO DE NOCHEBUENA



Solemos leer de vez en cuando algún ensayo (algún fragmento, más bien, de algún ensayo) del doctor Marañón, no sé muy bien si por motivos profilácticos, una especie de vacuna contra la nimiedad (fabricada con bacterias de nimiedad) o por un raro asunto en el que se mezclan la melancolía y el masoquismo.

Don Gregorio Marañón titula “Morir para no sobrevivirse” un parágrafo de su tremendo libro “Raíz y decoro de España”, dedicado, con toda la enjundia, el preciosismo y la precisión que merecía la ocasión, “a la juventud de España y a la de América”, o sea que no nos llega (¿nos alcanzó alguna vez?, ¿alguna vez fuimos jóvenes?). Pues resulta que en ese texto habla de alguno de los españoles “malogrados” y, entre ellos, de Ángel Ganivet, un suicida poco espectacular y un poco farragoso de más, y del escultor Julio Antonio, que nació cerca de mi pueblo, en Mora de Ebro, y que murió a los treinta años y de mala manera, ayunando y esculpiendo, o eso es lo que cuenta la leyenda. Cerca de esta nuestra casa hay un bonito Museo que le dedica unas cuantas salas y guarda , piadosamente, gran parte de su obra y muchos de sus recuerdos. Hoy casi nadie se acuerda de Julio Antonio. Por eso escribo apoyado físicamente en la prosa muchas veces excesiva de don Gregorio (una enorme pila de libros) y acompañado por una estampa que reproduce una cabeza espléndida del escultor, si no la mejor, que la titulan “Ávila de los Caballeros, 1914” y ni me mira con sus ojos masculinos vacíos, su cuello terso, su boca romana, su peinado de joven patricio y una nariz afilada de minero de Almadén.

Mientras, va pasando el tiempo, las mañanas con un sol tibio y un trabajo como entumecido, las tardes más laboriosas, asexuadas en invierno (las tardes de verano son veneno puro), los atardeceres compungidos y feroces, las noches de insomnio, té, ordenador y alguna sinfonía un poco heroica de más, de Haydn, por ejemplo, una de las de Londres. Pasan los años, las primaveras repentinas, anunciadas la mañana de Viernes Santo, prologadas el Lunes de Pascua con la promesa de un Sant Jordi luminoso en el que siempre acaba lloviendo, los veranos que empiezan a apretar un jueves de Corpus, que ya no se celebra, los otoños terribles, demasiado largos, entrometidos en las casas y en los cuerpos, y los inviernos que parecen cortos porque no haces más que pensar en la primavera, en su raíz, en su decoro, en ese morir, como el escultor, para no sobrevivirse.

Anoche cené un “coq au vin” espléndido, improvisado, con pollo, por supuesto, pero como si fuera faisán. Hasta lo trufé con tocino y con foie-gras, una barbaridad, y abrí (“descorchar” nos parece un verbo fulanesco y espantoso) una botella de cava que llevaba no sé el tiempo en la nevera y que estaba estupenda. Y luego volví a trabajar, muerto de risa por las noticias de la radio y con el estómago francamente entretenido, pensando, y aún no sé por qué, en el besugo de la cena de Nochebuena y en contarlo después.

Ese besugo, que siempre me ha deprimido, lo suelen arreglar por la tarde las señoras piadosas e incluso las impúdicas, y más o menos en España. Se limpia, se le quita la espina con cuidado, se sala y se rellena. A saber: sofrito de cebolla, pimiento rojo y tomate y con una picada final, y concluyente, de ajos crudos, anchoas preparadas y almendras. Se cose el pez, se fríe un poco por ambos lados y se pone en la bandeja del horno sobre un lecho de patatas y cebollas cortadas en láminas finas, como tus intenciones, livianas como la noche y con un resultado estricto y dramático como la Navidad. Se mete al horno, medio, se va regando con un poco de fumet de pescado y se hace casi enseguida.

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