
"...unas coles gordinflonas, la coliflor con blancos de Tiépolo, el perejil esbelto y los celestes puerros."
Josep Pla
La preciosa cita, media cita, de don Josep va dedicada, como siempre, a Freddy Castillo y a Cuchi, de los pocos que nos hacen caso (y para desearles, de paso, un feliz año nuevo), y a Nené, que también nos lo hace, y mucho, y a Karen, que no entiende muy bien lo que contamos pero que es tan encantadora, y a Marisa, a la que echamos de menos, y a Xallue, por su fidelidad, y a edu comelles, que menudo, y a Max, que no tiene link, y a todos los que nos deseais, escondidos en vuestros mails, lo mejor o, quizás, lo más oportuno: a Pep Giné, tan amable, a Cristina, a Pol, a Pau, a Charlie, a Nacho, que también nos lee, aunque no lo parezca, a Bertie, querida, y todos los que, como Commie, anotais con vuestra memoria la cocina de la nuestra, ¿colectiva?.
Gonzalo Torrente Ballester era el autor de mi libro de texto para la hermosa asignatura de Formación del Espíritu Nacional, resumida prosaicamente como “F.E.N.”, en los albores, digámoslo así, de mi adolescencia. Las guardas del libro, de un gris verdoso, opaco y feo, reproducían la estatua yacente y lectora del Doncel de Sigüenza (de donde tomaba el nombre la editorial), que luego resulta que no está leyendo sino que mira para otro lado. Cosas de la Historia, seguramente. El libro, encuadernado en cartoné brillante y con el lomo de tela, de nuevo gris, lucía una tipografía bastante deplorable y ostentaba en el frontispicio una cita retórica y farragosa de Eugenio d’Ors, más español que nunca, sobre las pompas y vanidades de este mundo y desde la que me llamaba, directamente, “hijo mío”, cosa que entonces no entendía muy bien pero que ahora me parece espantosa.
Don Gonzalo, con muy buena intención y la mayor parte de las veces con muy buenas palabras, nos contaba en varias lecciones qué debíamos y qué no debíamos hacer para convertirnos en hombres, lo que casi nunca conseguimos del todo en sus parcas y doctrinales miras. Pero, además, añadía unos textos larguísimos como ejemplo y conclusión, tanto de Antón Chejov como de Camilo José Cela, de Fray Justo Pérez de Urbel o de Armando Palacio Valdés. A mí me impresionó, sobre todo la lección que hablaba de “La traición”, con un fragmento, largo y tendido, de “El castellano leal” del Duque de Rivas: “…y que a Toledo ha venido / ufano de su traición, / para recibir mercedes / y ver al Emperador”.
Pero esa noche dormí mal. Muy mal. Había vendido varios cromos de Nestlé de la colección “Los viajes de Ulises”, inencontrables, a mi peor enemigo. Le había dicho a mi director espiritual, mossén Moncunill, que iría a ayudarle a la misa de las diez y me fui a la biblioteca. Le había hecho a mi hermana los problemas de matemáticas y luego, artero, se lo conté a mi padre. Y había tirado, a escondidas, el plato de acelgas por la taza del wáter. Había traicionado a mi mejor amigo, a mi director espiritual, a mi hermana y a la tata Nieves. Me había convertido, por cuatro cromos y por un plato de acelgas aguadas, recocidas, casi sin sal, con sabor a hormigas y con un chorro estúpido de aceite, en un “fementido traidor”. Y, casi por primera vez, le había dado la espalda al mundo.