Wednesday, December 06, 2006

SANG I FETGE




Hace pocos días el aguerrido periodista Lluís Amiguet le hacía una larga e incisiva entrevista al cantante valenciano Raimon en una de las famosas contraportadas del diario “La Vanguardia”. Al tratar de los permisos para los conciertos, de las prohibiciones de alguna de sus canciones y de la presencia habitual de un policía de la Brigada Político-Social en todas y cada una de sus actuaciones, el cantante contaba que el día del atentado contra Carrero Blanco, y momentos antes de actuar en el barrio de Sants, uno de los comisarios le dijo, imperiosamente, “...que no quiero ninguna referencia a la realidad”, sin confundir en absoluto, como quiere Raimon, “realidad” con “actualidad”.

En diciembre de 1973 la realidad no decimos que no se pudiera referir pero sí que se confundía muy bien con la actualidad. En la irrealidad, precisamente, de esa historia de policías y ladrones (¿quién era quién?), todavía se comía ese plato, pobre y encebollado por excelencia (hígado y sangre), que se sigue usando como expresión catalana para denominar todo lo que de sangriento se puede oír o ver, un relato de sucesos, una película de tiros o la vida misma.




El plato, que no hemos vuelto a comer, nos viene envuelto en una bruma de primera hora de la mañana, las seis o las siete, en una de las tabernas que había alrededor de Els Encants, el rastro barcelonés de la plaza de las Glorias, al final de la calle Castillejos o al final de la Gran Vía, según se mire. Entonces vivíamos cerca, en los últimos números de la calle Diputación, y me encantaba mezclarme con los transportistas, los chamarileros y los anticuarios que iban y venían por la subasta de lotes de primera hora, muertos de frío y, a principios de los años setenta, ya sin muchas esperanzas.




Por allí siempre andaba Antoñito, una especie de amigo y protector, cincuentón, panzudo y con una gorra de cuadros mugrienta que no se quitaba, textualmente, “ni para mear”, entre otras cosas, que no me hacía mucho caso hasta las ocho de la mañana o más tarde, cuando ya tenía encauzada “la faena”. Entonces venía hacia mí, me invitaba a un plato de sang i fetge y a vino del Priorato, espeso como la sangre, masticable como el hígado, se sobaba la cartera y, si sonreía, lo que quería decir que había hecho negocio, me convidaba luego a una copita de ojén y a un café de recuelo. O a dos. Alguna vez hicimos algún negocio juntos, tremendamente ingenuo por mi parte, y entonces le invitaba yo a desayunar. Antoñito vivía con su hermana Carmen, que se había venido de Camas, Sevilla, como él (Antoñito siempre decía Camassevilla, de corrido), y una tarde fuimos juntos al cine, al Lido del paseo de San Juan, un cine un poco complicado, a ver una película de tiros, sangrienta y encebollada, y luego, en el bar, me contó largamente su vida y las cosas, francamente, ya nunca volvieron a ser como antes.

La tabernera del mercado, enjuta y sucia como el plato, la enorme escudilla desportillada en la que nos presentaba el montaraz desayuno, ponía el hígado y la sangre a freír en manteca, por separado, una cosa antes que la otra. Luego estofaba una cantidad enrome de cebolla en esa grasa y al final lo mezclaba todo, como el castellano con el catalán, como las rumbas con las bulerías, como el padrenuestro con las blasfemias, como el sol con la niebla, sobre todo esa mañana en que me dijo, secamente, que a Antoñito le había atropellado una furgoneta y que se estaba muriendo en el hospital de San Pablo.


1 comment:

manuel allue said...

Estremecedor. Como las latas de sardinas y las de carne, hinchadas por la descomposición, en el Alto de los Leones, al otro lado, o el personaje de ¿Marsé? que murió reventado en el campo de Argélés al devorar un plato de cemento, de gachas mortiferas.

No creo que tengamos más que añadir a nuestra lista de atrocidades culinarias, a no ser la memoria en adobo o los recuerdos en pepitoria. En esa o en cualquier otra.

Espléndido comentario el tuyo. Ptons.