Las largas noches de invierno no lo son tanto si se van acotando con lecturas más o menos recurrentes. Truman Capote sería una lectura a la que recurrir si no para establecer plazos al menos para recordar que existen.
El primero de los cuentos de Música para camaleones, que lleva el mismo título, transcurre, y parece que levemente, en la terraza de la casa de una aristócrata de la Martinica. En medio de la conversación la dama observa que el yo narrador, Truman, está mirando “su” espejo negro. La dama de verde le dice que lo usa para relajarse después de tomar el sol, como hacían los pintores después de trabajar varias horas con el color y que “ese” espejo había pertenecido a Gauguin, que pintó allí antes de viajar a la Polinesia. Que Renoir y Van Gogh lo usaban para relajarse, para “refrescar su visión”, “lo mismo que en un banquete los gourmets vuelven a despertar el paladar entre platos complicados, como un sorbet de citron”.
Esta noche voy a cenar como todo el mundo y sospecho que algún plato complicado (no conozco el menú). No tendré una dama de verde que me escuche ni mucho menos que me ofrezca té de menta con hielo y unas gotitas de absenta. Pero mañana voy a volver a contarme a mí mismo cómo combatir el dolor de corazón (o la resaca, vaya Usted a saber) con una sopa de tomillo o con dos o tres teteras, o cien, de lo mejor de mi despensa. Voy a seguir usando esta pantalla durante un tiempo más, mientras aguante, como un espejo negro, como mi “sorbet de citron”, para refrescar el cansancio, para entretenerlo, para dejar pasar los días más o menos como es debido, para no aturdirme de tanto leer a los demás y de no hacerme demasiado caso a mí mismo.
Así, como si nada.
Feliz Año Nuevo.