
Solemos ser bastante aficionados a repasar textos. Tanto los que nos gustan como los que no. Tanto si hace frío como si hace calor. Porque somos aficionados a complacernos y a enfadarnos y a recordar lo que hicimos cuando los leímos por primera vez.
Ayer arrancamos un libro escondido entre otros pero en el lugar preciso. Camilo José Cela, como ya dijimos alguna que otra vez, nunca fue santo de nuestra devoción, ni siquiera beato, que eso sí que le hubiera gustado a él. Muy pronto se perdió en extraños vericuetos, más narcisistas que literarios, que le llevaron a ejercer de sí mismo hasta el resto de sus días. Y eso, visto ahora, no hace la menor gracia. Pero por eso mismo es un escritor citable. Altamente citable.
En ese librito (librito) de ayer contaba que su padre era un hombre que amaba, sic, “el lujo y el protocolo” y que odiaba “el flanín, la malta y la sacarina”. Lo decía con poco empaque (un poco avergonzado), pero lo decía. A nosotros tampoco nos gusta el flanín ni la malta ni la achicoria ni tampoco la sacarina. No nos gustan los sucedáneos. Ni los disimulos. Pero no hace tanto que no había demasiados huevos en las casas, ni café ni azúcar ni tan siquiera la debida esperanza para conseguirlos. No hace tantísimos años. Hace los justos. Pero en ese universo de flan chino “Mandarín”, de malta “La Cibeles”, de colorantes “Merceditas Zaragoza”, de sidra achampañada o de menús de sobras, flota algo, todavía, de nuestras memorias. Olvidadizas o prudentes. Pero contagiadas.
Seguimos escribiendo sobre lo mismo, como don Camilo. Más narcisistas que literarios. Pero a nosotros nunca nos darán el Nobel. Ni falta que le hace a la Academia sueca.