
Cuando un libro me apasiona lo recorro con la velocidad del rayo, voy atrás y adelante, me detengo, lo acribillo a subrayados, lo trufo de papelitos con notas, escribo en los márgenes, en las páginas finales, me lo llevo a la cama, a la playa o a cualquier lugar (decente) donde pueda estar más o menos tumbado y, si hace falta, le saco las tripas.
Pero con el libro del señor conde de Sert no me está pasando. Mi librera anclada en 1757, entre la fecha del nacimiento de don
Gaspar Melchor de Jovellanos (1744) y la de don
Manuel Godoy (1767), dos bravos y considerables hombres, no tenía el libro y eso que ya lo había pedido. ¿A la Junta de Comercio, Moneda y Minas, al archivo de la Guardia de Corps?. No lo tenía. A mi otro librero preferido, más a finales del siglo XX, le acababa de llegar de una distribuidora normal, ni masónica ni ilustrada ni nada. Distribuidora de libros prosaica aunque olvidadiza.
Francisco de Sert Welsch, cuarto conde de Sert, acaba de publicar
El goloso (Alianza Editorial, Madrid, 2007), una especie de manual con intención historiadora e incluso historicista, con bastantes buenos propósitos, con algunas páginas brillantes pero demasiado anecdotista. Falto, quizás, de una verdadero aparato crítico que lo soporte, o lo explique o incluso lo justifique. Pero me lo estoy pasando bien y casi lo he terminado.
El señor conde de Sert es sobrino de
Josep Lluís Sert, el extraordinario arquitecto de la Fondation Maeght, de Saint Paul de Vence, de la Fundació Miró de Barcelona o del pabellón republicano de la Exposición Universal de París del 37, discípulo de
Le Corbusier y mucho más tarde decano en Harvard. Y no digo que presuma de ello pero en cuanto puede (y con mucha delicadeza) lo saca a colación. Su libro, que hay que leer porque sobre todo tiene muy buena intención, nos pasea por la historia de la cocina europea con bastante soltura aunque con datos más que sabidos. Es a partir del capítulo dedicado a
Las mesas del franquismo cuando desata toda su ironía monárquica donjuanista, todo su afrancesamiento bien cultivado (bien comido y bien bebido), pero por encima de todo eso su gracejo un puntito canallesco pero desde luego demoledor para con la corte franquista y con los señores de El Pardo, sus usos y costumbres. No nos cuenta casi nada de lo que ya habíamos sospechado, o incluso sabido, pero recrea el ambiente de la época con bastante gracia. Esos “guisos anodinos condimentados sin gracia por un guardia civil” pueden citarse (ya lo estamos haciendo). Como la afición de
Franco a las meriendas-cena (“siempre le gustó acostarse temprano”) o el recorrido, bueno, bastante bueno, por los restaurantes estrella del franquismo, desde los madrileños Horcher y Jockey hasta Finisterre o Reno en Barcelona.
Luego va más allá, explica bastante bien la génesis de la nueva cocina vasca, los albores de la nueva culinaria e/o catalanidad y algún que otro lamento por el tiempo perdido, buen lector de
Proust, buen lujaniano (de don
Néstor Luján) e incluso algo afecto a
Víctor de la Serna, al que nunca hay que olvidar, aunque el autor sea menos piadoso con
Cunqueiro o con
Vázquez Montalbán. Menos atento, vamos.
El señor conde nos ha puesto sobre todo a recordar. Nosotros nunca comimos en Horcher pero sí recordamos con una especie de temor infantil (temor de hijo al que no le dejan mirar la carta) las supremas de lenguado al Cinzano de Finisterre (me encantaba el Finisterre) o un civet de liebre (quizás mi primer civet) en Reno, de un hijo un poco más mayor pero igual de estúpido.
La Europa del cuarto conde de Sert ha sido un poco como la cuenta. Más o menos. Y las anécdotas de los restaurantes a lo mejor avivan algo más que nuestra memoria. Vamos a afrancesar la noche, pues, en nuestra estricta cocina, a acabar el capítulo con tiento y ya sin hambre pero a fiarnos más de nuestros antiguos críticos (Pla, Luján, Cunqueiro y Perucho) que de estos memorialismos un poco
manqués. Como si a los lomos de liebre, el plato preferido del señor conde, les pones sólo ganas y un vasito de vino rancio, ni
poivrade ni
grand-veneur.
Notas:
I. La ilustración corresponde a una imagen nada mejorable del equipo de cocina, al completo, del Regimiento de la Guardia de Franco alrededor de 1956.
II. La bibliografía del libro de Francisco de Sert contiene algún error y, desde luego, varias lagunas, pero nos han sorprendido sus inclusiones nada acostumbradas en este tipo de publicaciones. Sobre todo
Bearn, de
Llorenç Villalonga, el príncipe de Lampedusa mallorquín.